En mis brazos siempre era lirio blanco; florecita hermosa que se me desvanecía del cansancio, a veces cansancio del día, a veces cansancio de la vida. Y así, desvanecido, a punto de dormir en mis piernas, yo le dibujaba garabatos en la piel con la punta de mis uñas; él se estremecía. Le gustaba que pasara mis garritas por su cuerpo blanco y suave, que dibujara carreteras entre sus lunares y puentes entre sus pecas.
A sus pocas cicatrices ya les había puesto nombre; la que se había hecho cuando niño, cuando cayó desde una rama alta de un árbol en casa de sus abuelos, la había nombrado Génesis. Génesis porque es el inicio del todo, y esa cicatriz marcó su primer dolor, que aunque haya sido sólo físico y leve, era el primer sentimiento de esa magnitud que le hacía retorcerse en el suelo. A la cicatriz que se le hizo cuando, a los 11 años, se dio tremendo golpe en las rodillas, la nombré Claudia, porque es el primer nombre que odié por un buen tiempo gracias a una niña que iba conmigo en el kinder y me amargaba la vida; esa cicatriz lo hizo a él odiar la bicicleta y no salir a pedalear por un par de meses. También tenía tres marquitas en los brazos, producto de inyecciones, a esas las nombré Hugo, Paco y Luis, por los patitos.
Le ponía nombre a todo lo que me llamaba la atención de él. Su lunar junto al labio, cerca de la comisura derecha, se llamaba Júpiter, porque ese es mi planeta favorito. Besé mucho a Júpiter, mordí a Júpiter, acaricié a Júpiter. Construí un caminito entre Júpiter y otros dos lunares que tenía en la mejilla izquierda, esos lunares se llamaban Cosme y Damián, porque son los santos de mi cumpleaños.
De verdad observaba a ese chico. Lo veía cuando hacía las cosas más rutinarias del día, como cuando se ponía los zapatos y fruncía en entrecejo como si fuera una tarea delicada y que requería de gran habilidad. O cuando veía algún programa en la TV y sonreía junto con los personajes, con toda la empatía del mundo.
Se veía siempre hermoso, como un milagro constante, un regalito de los cielos.
No sé cómo llegó a mi vida, ni sé qué había en mi vida antes de él ni que podrá haber después. Lo único que sé es que lo miraba, lo miraba... Lo veía con tanta apreciación, que si su piel hubiera sido tierra, yo habría visto el pasto crecer.
Generalmente él se dejaba admirar, aunque a él no le parecía la gran cosa su propio ser. "Claro que no", le decía yo, "y esa es una cosa más que te admiro; eres demasiado humilde para tanta belleza. Ojalá nunca te des cuenta.". Él sólo sonreía y ponía los ojos en blanco, se ponía rojo y me llamaba a su lado. Y yo iba, por supuesto.
Yo a él le quería dar todo, pero él era todo, y siempre tenía ese dilema. Él era todo cuando era mi frágil chiquillo, lirio pálido, y también era todo cuando se lucía como una rosa en medio de la hierba. Quería darle talismanes y buena suerte, y quería que nunca le pasara nada, y que sonriera siempre. Quería verlo feliz porque se había convertido en una misión de vida.
"Soy feliz contigo", me decía constantemente, pero jamás pude creerle del todo cuando veía en sus ojos tristes la nube de algo que le aquejaba. Quería saber qué tipo de agua contenía esa nube que de vez en cuando cristalizaba sus ojos miel tristes, pero al mismo tiempo tenía miedo.
Me preguntaba si yo sería lo suficiente como para ayudarle a aclarar los cielos de sus ojos. Con el tiempo supe que no. Mi lirio se iba apagando más y más, hasta que en vez de dormir en mis piernas, se iba a casa y dormía en su cama, solo, porque tal vez es lo que más le convenía.
Júpiter ya no era lo mismo, Cosme y Damián eran ya dos completos extraños. Los puentes que había construido entre sus pecas se habían roto; tal vez debía ponerles más pegamento en forma de besos. Los caminos entre sus lunares ya eran confusos y mis garritas no encontraban por dónde andarle la piel. Todo se fue acabando. La belleza estaba ahí, pero no el chico triste, el chico de luna con cabello de sol que tanto había amado.
Un día desaparecí de su vida, lo dejé en paz. Un día tomé lo poco que tenía de él y lo dejé todo en las raíces de un árbol. Llevé conmigo una foto de él, mi favorita, y esa la dejé volar mientras el viento corría en las ventanas del auto. Jamás sabré dónde cayó ni si alguien la habrá levantado y habrá visto a Júpiter, a Cosme y Damián, o si la foto cayó en la tierra y luego la lluvia la fue mojando y erosionando al punto en que su rostro es sólo una mancha misteriosa en un cuadro blanco-amarilloso.
Tampoco sabré si él realmente se preguntó a dónde me fui o por qué lo habré hecho.
"Todas me dejan, soy un pendejo o no sé...", me dijo un día, pero no entendí tal tontería, ni siquiera la creí; pensé que era uno de esos comentarios modestos de él. Pero ahora entiendo, realmente entiendo. Si alguien se ha dado cuenta como yo de la tristeza de sus ojos y de cómo, aunque él no lo note, va cambiando y se marchita la flor que un día perfumó la vida de quienes lo vimos dormir, no le culpo por haberse alejado como lo hice yo.
Da miedo ver eso, da miedo sentir que él se puede ir primero, que en una de esas no lo vuelves a ver ni a saber nada de él. Entonces uno se va primero, y no por orgullo, sino por miedo. ¿Qué iba a hacer yo si veo a mi Júpiter moverse en órbita a unos labios que me dicen que se van? Yo no hubiera podido. Y, como dije, tal vez él se pregunte por qué, o al menos dónde estaré, supongo.
Casi puedo verlo comiendo frente al televisor después de llegar de la universidad. Se sienta y, como si fuera un carrusel, da la vuelta a todos los canales; no hay nada pero le deja en lo menos estúpido que encuentra hasta que empiecen Los Simpsons. Luego ve su serie y ríe levemente, pero su subconsciente le recuerda que está triste, así que deja las papas a la francesa a medias y tira todo al lavabo de la cocina, pensando en que al día siguiente, encima de todo, tiene que lavar la losa. Se va a su habitación pintada de un azul pálido, se tira en la cama y ve hacia la ventana por la que aún entra luz a pesar de la cortina gruesa y de colores que puse hace un mes. Mira fijamente a algún punto y, desesperado de no saber qué sentir, pasa sus manos por su cabeza castaña, entonces rompe en llanto. No sabe por qué llora realmente, pero seguro se pregunta qué hace mal. Después de eso seguramente hará sus deberes, beberá un poco y llamará a sus amigos. Será el viejo él, la rosa que la mayoría conoce, la que se luce de ser él, pero cuando llegue a casa, con unas cervezas encima, no habrá nadie con quien pueda ser un lirio desvanecido y frágil, y ser una rosa cansa mucho.
Ya encontrará después con quién poder ser frágil, con alguna chica diferente a mí, muy diferente. Una chica que haga todo lo que yo pero que no lo haga recordarme. Aquella chica no nombrará a sus lunares y cicatrices, ni construirá puentes y caminos con sus pecas y lunares, y tampoco verá planetas en sus labios ni nubes en sus ojos. Esa chica será la alegría que él va a necesitar, no alguien que lo mire como quien mira una lluvia de estrellas o una aurora boreal.