El día que la veo es un día diferente; desde la noche anterior lo ansío y lo planeo, aunque generalmente terminamos haciendo lo que ella quiera, lo que a ella se le dé.
Me arreglo mucho más que de costumbre a pesar de que ella me conoce los sábados en short viendo fútbol y comiendo chatarra, y también me conoce los domingos de resaca en donde parezco más muerto que vivo y apesto a cantina en quincena.
Me perfumo todo, como si no ella ya conociera mi olor después de entrenar, o después de aquellos 3 días en que renuncié a la ducha porque hacía un frío perro y no había gas en casa.
Me conoce bien, la conozco bien, pero cuando nos vemos parece la primera cita con un desconocido. Al menos de mí a ella, y es que hay que impresionarla siempre.
Y ese día no fumo, ni el día anterior, ni el día después; quiero saber que si quedo oliendo a cigarro es porque ella me ha abrazado. Porque su cabello parece un manto que envuelve el humo y después lo echa al aire que inhalo cuando respiro con la nariz arrugada y apretujada en su hombro. Y ese olor a cigarro, oh, ese olor… Su cabello huele a Marlboros rojos y amor.
Pero ella no sabe que la miro de esta manera; se apenaría y un color de rojo atardecer se le subiría por las mejillas hasta la sien. Y diría que no, que no es cierto, que su olor a tabaco es molesto y que su cabello es un desastre total. Y sí, su cabello es un desastre, de esos desastres color castaño que llegan y rompen tu corazón porque son muy bonitos, de esos desastres que se van y vuelven a romper los pedacitos de tu corazón porque duele la ausencia.
Y estoy como el zorro que espera al Principito; desde las 3 me pongo feliz porque la veré a las 4. Y aún no sé si me ha domesticado, domado o adormecido, pero me tiene a su lado, cada vez más cerca. Y los campos de trigo me recuerdan a ella, porque el sol dándole en la cara forma espigas doradas en sus ojos y en su cabello.
“Qué tonto”, me digo a veces cuando me encuentro recordando cosas random mientras me preparo el desayuno y miro a la mesita de mi comedor que está sola y fría con 4 sillas vacías, aunque daría lo mismo si fueran sólo dos. Ella no está allí en las mañanas, estoy sólo yo sonriendo mientras el café se desparrama. Y esa sonrisa la escondo un poco cuando ya ella viene cruzando la avenida, pero se me vuelve a chorrear de la boca, como fuente desbordada, cuando ella va alzando sus manitas a mi cara.
Me mira con ternura y me pregunta cómo he estado, pero antes de que le conteste me planta un beso que me quita el aliento y un poco del alma. Entonces descanso tranquilo con el roce de sus labios un tanto humedecidos por su saliva dulce. “Bien”, le contesto, pero es porque al fin en ese momento, al verla, estoy bien; estoy más que bien.
Hablamos de todo un buen rato, de casi nada en particular, pero la tarde avanza y me preocupa un poco más. No quiero que se vaya. Ella sabe que no quiero que se vaya. Y ve mi cara seria porque ya son las 9 y se está despidiendo mientras en el cielo ya se ven nuestras estrellas favoritas.
“¿Cuándo será el día que te quedes para siempre?”, le pregunto, y ella sólo sonríe unos segundos. Después, con voz bajita y ronca, me dice: “¿Pero es que no ves que ya me he quedado?”, y toca mi pecho. Entonces todo cobra sentido.
Ella se ha quedado, se ha hospedado en mí. Soy una casa abandonada y ella es mi fantasma, y me da encanto y misterio, porque sin un fantasma, las casas abandonadas son sólo casas feas, viejas, sin dueño; con ella al menos hay algo, y lo sabemos, y sonreímos.
“Adiós”, le digo, a lo que ella me señala el pecho mientras toca el suyo y me guiña el ojito izquierdo. Descarada, sabe que está en mí y no le importa. Lo sabemos los dos y nos alegramos. Somos una casa y un fantasma cómodamente unidos.
Me arreglo mucho más que de costumbre a pesar de que ella me conoce los sábados en short viendo fútbol y comiendo chatarra, y también me conoce los domingos de resaca en donde parezco más muerto que vivo y apesto a cantina en quincena.
Me perfumo todo, como si no ella ya conociera mi olor después de entrenar, o después de aquellos 3 días en que renuncié a la ducha porque hacía un frío perro y no había gas en casa.
Me conoce bien, la conozco bien, pero cuando nos vemos parece la primera cita con un desconocido. Al menos de mí a ella, y es que hay que impresionarla siempre.
Y ese día no fumo, ni el día anterior, ni el día después; quiero saber que si quedo oliendo a cigarro es porque ella me ha abrazado. Porque su cabello parece un manto que envuelve el humo y después lo echa al aire que inhalo cuando respiro con la nariz arrugada y apretujada en su hombro. Y ese olor a cigarro, oh, ese olor… Su cabello huele a Marlboros rojos y amor.
Pero ella no sabe que la miro de esta manera; se apenaría y un color de rojo atardecer se le subiría por las mejillas hasta la sien. Y diría que no, que no es cierto, que su olor a tabaco es molesto y que su cabello es un desastre total. Y sí, su cabello es un desastre, de esos desastres color castaño que llegan y rompen tu corazón porque son muy bonitos, de esos desastres que se van y vuelven a romper los pedacitos de tu corazón porque duele la ausencia.
Y estoy como el zorro que espera al Principito; desde las 3 me pongo feliz porque la veré a las 4. Y aún no sé si me ha domesticado, domado o adormecido, pero me tiene a su lado, cada vez más cerca. Y los campos de trigo me recuerdan a ella, porque el sol dándole en la cara forma espigas doradas en sus ojos y en su cabello.
“Qué tonto”, me digo a veces cuando me encuentro recordando cosas random mientras me preparo el desayuno y miro a la mesita de mi comedor que está sola y fría con 4 sillas vacías, aunque daría lo mismo si fueran sólo dos. Ella no está allí en las mañanas, estoy sólo yo sonriendo mientras el café se desparrama. Y esa sonrisa la escondo un poco cuando ya ella viene cruzando la avenida, pero se me vuelve a chorrear de la boca, como fuente desbordada, cuando ella va alzando sus manitas a mi cara.
Me mira con ternura y me pregunta cómo he estado, pero antes de que le conteste me planta un beso que me quita el aliento y un poco del alma. Entonces descanso tranquilo con el roce de sus labios un tanto humedecidos por su saliva dulce. “Bien”, le contesto, pero es porque al fin en ese momento, al verla, estoy bien; estoy más que bien.
Hablamos de todo un buen rato, de casi nada en particular, pero la tarde avanza y me preocupa un poco más. No quiero que se vaya. Ella sabe que no quiero que se vaya. Y ve mi cara seria porque ya son las 9 y se está despidiendo mientras en el cielo ya se ven nuestras estrellas favoritas.
“¿Cuándo será el día que te quedes para siempre?”, le pregunto, y ella sólo sonríe unos segundos. Después, con voz bajita y ronca, me dice: “¿Pero es que no ves que ya me he quedado?”, y toca mi pecho. Entonces todo cobra sentido.
Ella se ha quedado, se ha hospedado en mí. Soy una casa abandonada y ella es mi fantasma, y me da encanto y misterio, porque sin un fantasma, las casas abandonadas son sólo casas feas, viejas, sin dueño; con ella al menos hay algo, y lo sabemos, y sonreímos.
“Adiós”, le digo, a lo que ella me señala el pecho mientras toca el suyo y me guiña el ojito izquierdo. Descarada, sabe que está en mí y no le importa. Lo sabemos los dos y nos alegramos. Somos una casa y un fantasma cómodamente unidos.