Con la flojera que me da la vida, es difícil saber cuándo estoy realmente triste. Hace casi tres meses que no hablamos, lo último que me dijo por WhatsApp fue algo así como «Ojalá te mueras. Eres un pendeja». Increíblemente no es lo peor que me haya dicho un ex, pero es de lo que más me ha dolido. Afuera no parece que algo sea realmente diferente; sigo siendo una idiota con mis amigos, quienes también son un poco idiotas; hablamos de la escuela, de lo mal que nos va a todos en ella, de que ya valimos verga en casi todas las materias, de que hace falta quemar, de que hay que echar las caguamas. Nos sentamos en el jardín feo de alguien, en un parque abandonado por Dios, en la banqueta de los incomprendidos; nos la pasamos bien antes de que cada quien tenga que regresar a casa, a su otra realidad en donde no todo es tan chido y valer madres no es tan gracioso.
Mamá no entiende que no quiero lo que ella quiere, le explico qué no quiero pero me quedo sin palabras cuando me pregunta que entonces qué diablos quiero de la vida. No sé, no sé qué quiero ni sé qué contestarle. Me quedo callada y simplemente le digo que ella no entiende, luego el silencio me dice que yo tampoco entiendo nada de nada. Papá tampoco sabe nada, pero a papá no le importa, papá es sólo papá, es un cheque, es pagar ciertos gastos, es un mensaje a la semana para preguntarme si estoy bien, es un "feliz cumpleaños" que casi siempre se equivoca por dos o tres días, es un "hay que vernos más seguido" que nunca se cumple, es un "me importas, me preocupas" que ya no me interesa; es eso que dice la canción de «traté duro el tener un padre pero en su lugar tuve un papá», y eso poca gente lo entiende.
Por dichas circunstancias llego tarde la mayoría de los días, y cuando estoy en casa me la paso encerrada dizque leyendo, dizque escribiendo, dizque estudiando, dizque durmiendo. Me distraigo con mis mascotas, leyendo el mismo libro que ya me sé de memoria, tratando de hacer planes para una vida, tratando de no pensar en cuánto tiempo le tomaría a mi mamá encontrar mi cuerpo inerte, calculando los litros de sangre que le tomaría después limpiar; me da gracia pero luego no, luego lo pienso más en serio y me doy miedo.
Las colillas de cigarros se acumulan porque pensaba que si las dejaba como evidencia en el cenicero me harían sentir mal y asqueada de mi vicio y, por ende, me ayudaría a dejar de fumar. El plan ha fracasado, de que me siento mal me siento mal, pero las mismas cajetillas siguen siendo compradas: dos a la semana sin contar los sueltos que compro afuera de la escuela con la seño que me mira como pensando que no debería fumar, como dudando de si hace bien en venderle a alguien que al parecer no es mayor de edad; de todos modos me cobra 10 varos por dos cigarros y una paleta en forma de corazón que en su caramelo rojo dice «El amor está a la vuelta de la esquina». ''He de vivir en una pinche glorieta'', pienso.
Supongo que tampoco ha de ser fácil para el puto de cupido encontrarme cuando me la paso evitando hasta a mi familia y amigos, cuando estoy en ese humor donde sólo me interesa ver historias tristes cien por ciento identificables con mi vida, claro, a excepción de que éstas son interpretadas por personajes salidos de la mente un japonés creativo y no de una adolescente que no sabe qué hacer con su vida y que sospecha que no quiere hacer nada. Y tampoco quiero que llegue y me dé un amor que se me acaba en un mes, que me aburre, que me hace sentir incompetente para esto de las relaciones humanas, que me hace sentir más sola de lo que estoy, que me da flojera, que no sé mantener, que no sé corresponder al cien.
Tal vez es, y lo más seguro es que sea, que extraño a un solo wey, y eso de buscar por todos lados me da no sé qué. Al principio lo extrañaba mucho, de forma casi escandalosa, sentía que todos se daban cuenta de cómo me estaba cargando la chingada; luego, ahora, lo extraño de otra forma, lo extraño quedito, lo extraño mientras enciendo el cigarrillo número 5 del día y recuerdo que él era muy Marlboro y yo muy Pall Mall, lo extraño cuando me quedo sentada a la orilla de la cama por las mañanas, lo extraño mientras me quedo ahí parada en la ducha y el agua me golpetea la espalda y parece caer gritando "quiere llorar, quiere llorar". Pero no lloro, ya no. Dejé de llorar. Dicen que llorar por algo es tener aún esperanza, pero yo ya perdí la fe.
Me nublo de repente, pero sé que el sol sale todos los días, y no es que me diga esto de una manera motivacional, es más como saber que el mundo sigue girando, que no importa que yo sea miserable, que me rompan el corazón, que llore o deje de llorar, no importa siquiera si muero; mañana será otro día y así por los siglos. Cosas peores le han pasado al mundo y el sol sale al otro día; al universo no le importa nada, así que hago como que a mí tampoco.
Finjo que no me importa cuando me quedo despierta hasta las 4:37 viendo películas que a él le gustaban, cuando pretendo que no vi ciertas fotos, cuando leo los mensajes fríos y cuadrados de papá, cuando veo la decepción en la cara y ojos de mamá, cuando mis amigos me dicen que me pasé de culera, cuando me miro al espejo y se asoman mis complejos, cuando me hablan de amor pero no sé qué es eso. Finjo que ya olvidé, que nada me perturba, que nada me tira, que nada es realmente importante. Finjo que no me esfuerzo y que todo me vale madre, que no es tristeza sino flojera.
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