"Con los años uno se vuelve más serio", me dijo mi abuelo mientras sostenía cerca de sus labios un habano con olor a madera y exhalaba una bocanada de humo; me contestaba la pregunta de: "Abuelo, ¿por qué casi no sonríes?", que le hice a mis escasos 6 años. En ese entonces no entendí ni siquiera lo que la palabra "serio" significaba, pero hoy entiendo todo.
Entiendo los largos silencios que ocultaba tras danzones, boleros y música clásica. Entiendo por qué miraba al horizonte como queriendo perderse con la ilusión que éste representaba. Entiendo sus pocas palabras y su temple de acero, sus manos recias y sus ojos nublados y serenos. Lo entiendo todo.
Y no sé si sea muy de familia, pero parece que uno se va haciendo más y más callado con los años; el porte se torna taciturno y calmo; algunos más, algunos menos. Y esa es mi gran excusa a por qué jamás digo las cosas cuando se supone, a por qué me cuesta decir un simple "te quiero", a por qué no puedo dar abrazos largos ni sé qué decir en momentos agrios.
Me cuesta mirar a la gente a los ojos, y no porque me intimiden ni mucho menos, sino porque no me gusta tanto nivel de intimidad con alguien; para mí, en una mirada se lleva una gran cantidad de intimidad, de privacidad, de secretos; como si los ojos hablaran y pudiesen revelar cosas que no deben. Me cuesta también mirar a los ojos porque muchas veces en una mirada se da una respuesta, una aceptación; para eso tampoco soy muy bueno. No soy bueno para aceptar las cosas que impliquen a terceros. Puedo aceptar algunas de mis buenas puntadas o atractivos, si es que tengo. También puedo aceptar, incluso con más facilidad, mis fallas y defectos, desde que soy un tipo rencoroso hasta que soy un infeliz con un sarcasmo y un humor casi enfermos. Puedo aceptar lo que sea que se diga o piense de mí, mientras sea cierto; mis verdades dejaron de dolerme desde el momento en que las acepté como tales. Pero, y lo digo con riesgo a sonar cobarde, jamás he podido aceptar que quiero a alguien, mucho menos que le amo... tal vez porque no me había pasado. Es decir, uno quiere a su familia, a sus amigos, a los amores de escuela, a los amores de verano, pero amar... amar, como dice la canción, es otra cosa.
Sin embargo, y esto lo digo con la certeza de que estoy siendo demasiado arriesgado, tal vez al punto de ser un tonto, aceptaré muchas cosas. Aceptaré cosas que no son sólo mías sino que involucran a terceros (que sigo sin entender por qué se le dice así si sólo somos dos; tú y yo).
Acepto que quiero tanto formar parte de tu vida y que tú formes parte de la mía, que me doy pena de vez en cuando. Acepto que te miro cuando no me miras, que sonrío a mis adentros como diciéndome: "¡vaya, campeón, lo has logrado!" Acepto que cuando estoy de malas y mi humor parece estar así incluso contigo, en realidad lo finjo, porque no podría, ni en un millón de años, enfadarme contigo. Acepto que a pesar de mi ateísmo, cuando no llegas temprano a casa o no sé de ti por mucho tiempo, me pongo a hablarle a ese ser imaginario al que todos llaman Dios. Le pido que te cuide, por más ridículo que me sienta conmigo mismo, pero lo hago. Acepto que he reducido mi consumo de alcohol y de tabaco, incluso cuando no estás ahí para regañarme y tirar mis cigarrillos y cervezas. Acepto que no siempre cierro los ojos cuando me besas, que los entreabro para ver tus pestañas y tus pecas. Acepto que cuando despierto muy temprano y tú aún duermes, acaricio tu cabello y miro cómo la luz de la mañana lo ilumina entre amarillos, marrones y rojos rebeldes. Acepto desde que tú me tocaste, sonrío más, que soy un poquito menos amargado y hasta me dan ganas de despertar. Acepto que en realidad no me molesta tu desorden; me recuerda a que estás conmigo y que no sigo siendo un solitario en una apartamento frío. Acepto que muchas veces ni siquiera escucho lo que me dices, porque me pierdo en tus labios moviéndose, y el sonido de pronto se distorsiona, y yo no hago más que mirar y mirar a los montes rosas de tu boca. Acepto que soñar que te vas o que te pierdo se ha convertido en una de mis pesadillas más recurrentes. Acepto que si a ti no te sostengo la mirada no es porque tenga miedo de la intimidad que hay en ellos ni de aceptar cosas, sino que tus ojos con su iris miel y sus pupilas dilatadas me intimidan y me sonrojan. Acepto que me gustas en las madrugadas en donde ardes y me rasguñas la espalda. Acepto que me gustas en las madrugadas tibias en las que sacas toda la filosofía de tu alma. Acepto que me gustas los viernes cuando te vistes de fiesta. Acepto que me gustas los domingos en completas fachas. Acepto que me gustas cuando te maquillas. Acepto que me gustas de carita lavada. Acepto que me gustas cuando hablas sin parar hasta que sola te cansas, y entonces me miras y sonríes porque sabes que no he escuchado casi nada. Acepto que me gustas cuando te quedas callada y ausente, y de pronto te conviertes, de nuevo, en un poema de Neruda; un poema viviente. Acepto que me gustas cuando te enojas y frunces el ceño y la nariz para hacer notar que aquello va en serio. Acepto que me gustas cuando a los diez minutos de estar enojada vuelvas a sonreír como si todo hubiera sido un juego. Acepto... acepto tantas cosas, que no sé ya ni cómo seguir.
Acepto que te quiero. Acepto que te amo.
Acepto que aunque un día dejes de ser para mí, yo jamás dejaré de ser de ti.
Acepto que usted me hace feliz.
