Los desvelados sabemos exactamente a qué hora la madrugada se pone fría y el ambiente se torna tenso. Se eleva algún tipo de energía en donde los suicidas y los locos se desatan. Los desvelados viciosos sabemos que esa es la mejor hora para encender un cigarrillo.
Es esa hora de la madrugada. Enciendo el cigarrillo; es el penúltimo de la cajetilla. Volteo el único cigarrillo que queda, porque "es el de la suerte". «Yo y mis creencias pendejas», digo en voz alta con el cigarrillo aprisionado entre mis labios; saco el encendedor plateado de mi bolsillo y enciendo a mi amigo.
Es curioso lo que se piensa cuando se enciende un cigarro. Hay que mirar a la gente que fuma cuando lo hace; algunos lo encienden con cara de placer, porque aún lo hacen por el puro gustito de meterse veneno al sistema; otros lo hacen con cara de asco porque ya le perdieron el chiste al sabor y al olor, pero lo necesitan por la adicción; algunos otros lo tomamos de vez en cuando por placer y de vez en cuando por pretexto. Yo enciendo mis cigarrillos en plena madrugada para poder pensar en cómo voy jodiendo mi vida. Como si el cigarrillo me ayudara a examinar bien las cosas y aceptar las batallas que voy perdiendo.
¿Yo? 33 años, hombre, alto, pálido, lo suficientemente fuerte para creerme el rompe madres de la colonia, de carácter fuerte y sereno, de temperamento explosivo y un tanto volátil. Me sale barba desde los 13 años.
A los 13 años vi mi primer película porno y no se me antojó.
A los 13 años, en un viaje escolar, me puse borracho en los últimos asientos del camión.
A los 13 años empecé a fumar.
A los 13 años leí a Bukowski por primera vez y me sentí obsceno.
A los 13 años se fue papá de casa y yo pasé 5 días sin comer.
A los 13 años adopté la idea de que mi papá se había muerto, porque era más fácil que saber que había hecho otra familia con otros niños y otra mujer.
A los 13 años me empecé a preguntar por qué no era yo suficiente.
A los 13 años lloraba seguido en mi cama hasta quedarme dormido.
A los 13 años me quedaba callado muchas cosas porque "los hombrecitos no lloran".
A los 13 años tuve una novia de 16 que sólo me usaba para darle celos al güey de 23 años que la traía pendeja y se la cogía en los jardines de la prepa.
A los 13 años un profesor me dijo que tenía el potencial que se necesitaba para México.
A los 13 años una profesora me dijo que era el peor alumno que había tenido.
A los 13 años me sentía más confundido que los demás chicos de 13 años.
A los 13 años mi mamá me reprochaba que tenía toda la cara de mi papá y que cada día era igual de mierda que él. O no lo decía así, pero eso era lo que entendía.
A los 13 años me peleé a la salida de la secundaria.
A los 13 años me partieron la madre.
A los 13 años aprendí a pelear para pelearme de nuevo con el mismo güey.
A los 13 años peleé por segunda vez con el mismo tipo y le gané.
A los 13 años me expulsaron del colegio por pelearme.
A los 13 años me decían que no llegaría a ningún lado.
A los 13 años acepté que no iba a ningún lado en especial. Y estaba bien así.
A los 13 años el Punk Rock arruinó mi vida.
Mi nombre, después de todo, no creo que importe mucho. Para mi mamá soy "el hijo malagradecido que en cuanto pudo se largó de la casa"; para mi papá soy "hola, hijo, hablaba para desearte feliz cumpleaños. Bueno, no tengo tiempo, pero te hablo luego"; para mis ex novias soy "un pinche cabrón, perro, cobarde"; para la sociedad y la ley soy oficialmente un ciudadano llamado Antonio. 'Tony' para todos los que no me odian tanto.
A veces, cuando enciendo mis cigarrillos, me pongo a pensar en todo eso. En si vale la pena no quitarlo del disco duro o si ya es tiempo de hacer espacio en la RAM. Y quisiera, de veras, quisiera borrar muchas cosas, pero a veces un hombre no decide eso. Y yo soy sólo un simple hombre que fuma en las madrugadas y disfruta de la vida que se ha buscado.
Acepté que había muchas batallas que iba a perder, no sólo una vez, sino en repetidas ocasiones a lo largo de mi vida. Aprendí que no todas las peleas son como la que tuve a los 13 años con un niño gordo llamado Mario. Que no siempre iba a bastar con entrenar, ver películas de Jackie Chan y jugar Mortal Kombat para partirle la madre a los obstáculos que me hacían perder. El obstáculo ahora soy siempre yo, ¿y qué se hace contra eso?
Cuando era un adolescente, la gente a mi alrededor parecía tenerme lástima. Creían que era como era porque no tenía una figura paterna. Creían que era como era porque no era tan listo, o tan guapo, o tan rico, o tan algo, lo que fuera. No, carajo, yo decidí ser así. Lo decidí porque puedo y por mis huevos. La gente no entiende nunca que las personas elegimos qué hacer, y que a veces elegimos, ya sea para bien o mal, vivir a nuestro gusto.
Mi gusto es vivir así, fumando de madrugada, tirarme en mi cama a ver el techo lleno de figuritas raras en el mal acabado de cemento. En cierto modo, el techo de mi habitación es mi propio cielo. Pienso y pienso sin que nadie me esté chingando, sin que nadie me diga que apague mi cigarro. Mi gusto es poder armar pedas en mi casa, aunque al otro día tenga que caminar entre ebrios, botellas y basura, aunque apeste a tabaco y hierba, a borracho y a infancias mal encaminadas. Mi gusto es no enamorarme, mi gusto es apartar tardes y noches enteras para no hacer ni hablar de nada. Mi gusto es no tender mi cama, tener mi ropa limpia revuelta con la que ya debería lavar, juntar mis tenis en un rincón y no lavarlos por meses. Mi gusto es comer casi siempre fuera de casa y tener la nevera llena de comida congelada y chelas, y la despensa llena de enlatados y Maruchans. Mi gusto es poner mi música y mis películas sin tener que estar preguntándole a nadie si le parece o no. Mi gusto es estar solo.
Intenté varias veces en el amor, con chicas que parecían la versión drogadicta o puta (o ambas) de diferentes princesas de Disney. Me acuerdo mucho de la que me recordaba a Blancanieves, que era pálida y de cabello negro cortado casi en forma de honguito tipo Beatle pero con más forma femenina. Era una puta, y de las buenas, y los dos lo sabíamos, y los dos lo aceptábamos.
No esperaba que Blancanieves me fuera fiel; yo no lo era, pero no podía soportar que me quisiera hacer cambiar todo el tiempo. «No fumes. No vayas. No le hables. No me gusta. No lo hagas. Así no es. Es que tú no sabes. No te metas. Ya cállate. Tranquilo. No bebas tanto. Deja el café. Come menos carne. Tu música apesta. Pon otra película. Dame el control remoto. No hables así. No te rasques los huevos. Quítate esa barba.» Así era su cancioncita de cada semana.
Un día me harté y salí caminando a mitad de una cena en donde, por cierto, ella se veía hermosísima. Estaba muy contenta porque había conseguido un ascenso, y hasta yo estaba feliz por ella, aunque los días anteriores a ese había sido una perrita conmigo. Todo se lo hubiera pasado pero, en cuanto se dio cuenta que llevaba tenis sucios al restaurante, me empezó a regañar como si fuera mi mamá. Traté de pasarlo por alto pero me pregunté: «¿Para qué?»
No me iba a casar con ella, ni con ella ni con nadie, para empezar porque ella quería hijos y yo no. Y no es que no me alcance para mantener a los chavos, o que no tenga paciencia, pero tengo miedo de que les toque ser unos pinches tristes como yo. ¿Qué tal que esta mierda es genética? En fin. Mi pregunta de que para qué le soportaba sus chingaderas era incontestable. No podía encontrar una sola razón para seguir con esa mujer, y como hago con todo lo que me hace perder el interés, la dejé. Así, sin más. Jamás volteé, ni cuando me gritaba desde la mesa que era un pendejo y que "pinche Tony". «A la verga», pensé mientras sacaba mis cigarros de la bolsita del pecho de mi chaqueta de mezclilla.
Y pues a la verga. Esa siempre será mi frase para hacer o no hacer cosas. Apostaría mi huevo izquierdo a que, antes de morir, será lo último en que piense: «A la verga».
Pero mientras, ahora, pienso que ya pasan de las 3 de la mañana, que los perros ladran, que el cigarro se me acaba, que a esta hora pasa la llorona y que otra vez no voy a dormir.
Pienso en que un día como hoy, pero de hace 20 años, estaba llorando en mi cama bajo las cobijas, para que nadie me oyera.
Y si llorara ahora mismo... ¿quién me va a oír?
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