Por primera vez en años me levanto temprano, no me pasaba desde el primer semestre de prepa que despertara por instinto a la misma hora todos los días; en aquel tiempo era por el pánico que me habían infundido mis nuevos maestros, ya saben, con el choro aquel de «Ya no es la secundaria, aquí todo es dos o tres veces más difícil; un seis no basta y las faltas pueden arruinar un perfecto diez». Vaya que me asusté, después de todo siempre había sido un nerd. Despertaba, como decía, naturalmente a las 5 de la mañana y, apurado y saltándome el desayuno, me aseguraba de tener todo en orden para la escuela. Si me sobraba tiempo era un bonus, pero eso casi nunca pasaba.
Después de ese primer semestre me dí cuenta que el miedo era infundado; no había que hacer mucho para sacar calificaciones decentes, no era más difícil que la secundaria, nada cambiaba. Todo me empezó a aburrir desde entonces, creo que fue la decepción del momento al ver que la otra "gran etapa" de mi vida iba a ser tan solo como la anterior. Allí empezó el declive.
Al semestre siguiente llegaba normal a clases, ni apurado ni con algunas tareas, pero sobre todo sin ganas.
A veces faltaba a una clase, o a todas, me iba a las canchas con el único tipo de la preparatoria que parecía entenderme por completo; nos fumábamos unos cigarros o unos gallos, dependiendo de si era jueves verde, luego hablábamos desde la existencia de los hoyos negros espaciales hasta de por qué yo era tan culero con las chicas que se acercaban a mí buscando romance. «No sé, sólo me da hueva», le contestaba; él sólo se reía y me decía que no sabía nada de la vida si no aprovechaba a las mujeres. Escuché tanto ese tipo de frases, que terminé por creerlo.
Un día le dije a una de las chicas que me buscaban que sí, que saliéramos; me aburrí a los dos meses y descubrí que simplemente podía decirle que ya no quería salir más, entonces le decía que sí a otra, a otra y luego a otra más. Era tan divertido, probablemente lo único divertido que había experimentado en mucho tiempo.
Y pasaron así años, algunos, no muchos. Perdí la cuenta de cuántos "sí" daba y luego cuántos corazones rompía, de verdad me parecía gracioso, era como un récord personal el ver qué tanto podía sacar de una persona, emocionalmente hablando, hasta que esa persona simplemente se rindiera conmigo, pero las mujeres sí que son extrañas. Me preguntaba, y me lo pregunté hasta hace poco, por qué muchas de ellas, la gran mayoría, no se alejaban de mí al ver que sólo las estaba usando. No comprendía cómo no corría por sus venas ni un sólo ápice de enojo u odio por mis acciones, no entendía cómo podían simplemente seguir amando e intentando tranquilizar estos actos míos.
Decía mi hermana que las mujeres siempre se iban a quedar con el chico malo, y fue entonces que me dí cuenta de que yo era ese güey. El malo, aunque no tanto; no era malo con mis amigos y trataba de no serlo con mi familia más próxima -aunque tampoco soy el ejemplo del hermano o hijo del año-, pero con ellos era simplemente diferente. En la calle era amable y educado, un tanto reservado, sí, pero ni hostil ni cruel, el asunto era sólo con ellas porque ellas me dejaban serlo. Con ellas podía ser el antagonista, el villano, el hijo de puta y el cabrón, un canalla y bastardo, un malvado, un demonio jugando a ser dios, y me gustaba... y a veces descubría que a ellas les gustaba también.
Pero eso quedó atrás de un día al otro. Un día conocí al diablo en persona, con bonito disfraz pero al fin y al cabo un demonio. De estatura media y sonrisa discreta. Tenía una de esas sonrisas como la de La Mona Lisa, de aquellas que nunca acabas de entender por qué son; si sonríen a causa de tus chistes malos, de tu torpeza innata, de verte caer poco a poco, o de todo lo antes mencionado. La de ella creo que siempre fue por todo.
A veces sospecho que desde que me vio y sintió cómo inmediatamente algo de mí murió y otro algo de mí nació junto con su presencia, se empezó a reír de mí, y lo disfrazaba haciéndome creer que reía conmigo. Pero, ¿saben qué? En realidad no me importaba. Sabía que estaba acabado desde que la vi y se me fue una noche entera hablando con ella, era como dice esa canción: «Desde que te quiero cumplo condena».
La dejé meterse en mí aunque yo apenas si me sintiera una mísera parte de ella. Me conformaba, la amaba así de mucho, así de estúpidamente, y lo sabía perfectamente pero no me importaba; era feliz comiendo de sus manos. Y no sé exactamente qué fue, un tipo de embrujo entre sus caderas o sus labios susurrándome al oído palabras obscenas. O tal vez eran aquellas pocas veces en que parecía un ángel con su carita mirándome cuando yo no me daba cuenta. Esas veces en que me sacaba de mi espasmo emocional y me abrazaba por la espalda, metía sus manos bajo mi camisa y besaba mi nuca; aquellas veces en que sin mediar palabra alguna aparte de un «Te amo» que apenas si sonaba en el aire, me hacía el amor. Entonces sí me sentía suyo pero, milagrosamente, la sentía mía.
En aquellas ocasiones la miraba encima de mí y me hacía preso entre sus piernas, su sexo ardiente acorralaba al mío y ella subía y bajaba, y de pronto era como el mar estrellándose en la playa, trayendo con las olas salvajes algo nuevo pero llevándose con ellas algo que ya nunca regresaría. Sentirla a ella poseyéndome era como si yo estuviera vacío por dentro y sólo ella tuviera el poder de ocuparme, de adueñarse de mí y mi alma y mi cuerpo. La veía danzando así sobre mí y no me lo podía creer; por fin sabía la gran diferencia entre hacer el amor y coger.
Pero hoy despierto temprano otra vez. A las 5:00 AM casi siempre; si tengo suerte duermo hasta las 7, y tengo un mal día si de plano no duermo. Casi siempre tengo malos días. Ahora despierto temprano, y ya no es por ninguna escuela o calificación. Despierto temprano porque ya no aguanto estar en una cama sin ella. Las sábanas me arrojan, me escupen del colchón como si yo fuera quien estorbara. Salgo sobrando de mi propia cama.
Ella se fue hace 5 meses, 13 días, 9 horas y 3 minutos. Sí, llevaba la cuenta. Sí, me lastima haber llevado una cuenta. Sí, esperaba que regresara. Sí, ya sé que no va a regresar.
Entre tanto, al despertar lo primero que hago regularmente es convencerme a mí mismo de que ese día, al menos ese día, no voy a llorar. Me siento como los alcohólicos que prometen no tomar. «Sólo por hoy», me repito en mis adentros y la fuerza de voluntad me dura lo que duro en llegar a la regadera y abrir la llave. Me meto rápido debajo del agua porque me escondo de mí mismo; era tan ingenuo que pensaba que si lo disimulaba perfectamente y no lo aceptaba, se me iba a pasar. No, no era bueno disimulando. No, no era bueno aceptándolo. No, aún no se me pasa. No, no sé si se me va a pasar.
Hoy he despertado puntual como reloj, a las 5:00 AM y he hecho mi cama, he fumado los últimos dos cigarros de la cajetilla de Marlboros mientras recordaba cuando ella fumaba asomándose de la misma ventana, me he metido a la bañera y he llorado sin abrir el agua. Hoy simplemente he llorado, así, desnudo en el frío de un baño cubierto de azulejos blancos y azules. Hoy lo he aceptado conmigo mismo, y aunque no se me pasa, y muy probablemente no se me pasará, al menos me he permitido llorar cínicamente; me permito ser débil conmigo mismo y tal vez así, no sé cómo, un día pueda estar mejor, aunque, al igual que los amantes de la botella que nunca dejan de ser alcohólicos aunque lleven sobrios años y años, yo sé que aunque un día deje de llorar y ya no me duela, siempre la voy a amar.
Y tal vez, siguiendo en esa línea tan cercana que hay entre ser adicto al alcohol y ser adicto a una mujer, este cambio semi-positivo se deba a un momento de lucidez; ayer vi a aquel viejo amigo de la preparatoria, el que me entendía más que nadie cuando éramos unos estudiantes, el que fue mi cómplice y testigo de maldades, el que me vio ser un cabrón. Ayer lo vi y me vio siendo un simple hombre, la presa que solía ser cazador.
Le conté absolutamente todo después de haber desaparecido de su vida por casi dos años. Se quedaba callado y su silencio me hacía sentir aún más débil. Hubo un momento en donde, como sólo los hombres entenderán, lloré porque aquel que estaba allí era mi hermano, y mi hermano me podía ver llorar; yo me escondía de mí mismo pero de él no.
Fue entonces cuando aquel chico al que yo llamaba hermano tomó mi mano, sin vergüenza y sin ese sentimiento incómodo que generalmente hay cuando dos hombres se acercan tanto, y me dijo, con la voz algo quebrada, algo que no olvidaré nunca: «Bro, esa mujer es un lobo. ¿Lo entiendes? Un lobo. Y grábate bien eso en la cabeza, grábate el hecho de que no importa cuánto alimentes al lobo, no importa cuánto te acerques al lobo, ni siquiera importa cuánto ames al lobo; nunca podrás domesticar al lobo. Y ese lobo ya se fue; el lobo es salvaje. Ese lobo ya nunca va a regresar.»
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