La primera vez que lo vi, él era apenas un niño; más grande que yo pero niño al fin. Aunque algunos de sus rasgos ya eran de hombre, como la mandíbula que se le encuadraba y perfilaba para ser el lugar que, tiempo después, hospedaría muchos de mis besos. Yo no le hablaba entonces; una mezcla de pena y miedo me invadían cada que él me miraba desde lejos hablando con su hermana. Su hermana era el pretexto perfecto para estar cerca de él un rato, aunque a veces él simplemente se iba y se encerraba en su cuarto. "Déjalo, es un mamón", me decía su hermana, Vannia, "siempre está de amargado", finalizaba siempre.
Yo no lo veía amargado; yo lo veía taciturno, serio, pulcro, con cosas en la mente que no podía sacar con gente como Vannia, con quien sólo compartía la familia, el apellido, la casa y la sangre; de ahí en fuera eran dos desconocidos hablando idiomas diferentes.
En una ocasión, con el pretexto de visitar a Vannia, fui a su casa. Bruno abrió la puerta como si me esperara. "Pasa", me dijo sin más, cosa súper rara porque generalmente se dirigía a mí con señas, como la vez que quería un suéter que estaba detrás mío, o la otra vez en que le estaba estorbando para pasar por el pasillo. Llegué a pensar que era mudo.
Vannia no estaba, ni su hermano Ernesto; solos él y yo. Me pidió que la esperara, como si le estuviera haciendo un favor a él. Acepté porque me parecía simplemente fascinante estar rodeada de su aire, de su personalidad que parecía volar a metros de distancia de dondequiera que se parara. Estaba rodeada de su respiración, de sus ojos de colores diferentes, de su perfume maderoso, de su silencio que parecía decir algo entre líneas de aire.
"¿Quieres jugar Play?", me preguntó de repente. "Sí", contesté casi en automático.
Jugamos, reímos bastante y, después de unos 40 minutos, ya estábamos hablando de cosas random. Eran preguntas y respuestas al por mayor, más de mí hacia él que de él hacia mí, supongo que es porque yo estaba realmente interesada en escuchar su voz, voz que retumbaba en mis oídos y que no había oído como en ese momento en los dos años que tenía de conocerlo de lejos. Cada respuesta suya me parecía fascinante, por primera vez en mucho tiempo sentía que hablaba con alguien con un IQ mayor al mío (no es que me las dé de cerebrito pero conozco a mucho pendejo). Él estaba también entretenido conmigo, se veía hermosa esa sonrisa en su cara, y así fue como comprobé que sí podía sonreír.
Casi cinco años más tarde, con poco más de cuatro años de estar y no estar juntos, con casi cuatro años de experiencias, de aprendizajes y lecciones no aprendidas, fue la última vez que lo vi. Esa última vez que lo vi, ya era un hombre; tenía la barba marcadísima y castaña oscura, la mandíbula angulosa, las manos grandes, la espalda ancha, las piernas fornidas, las mejillas pálidas y más flacas. Del niño que había conocido años antes ya sólo quedaban los ojos y la sonrisa, el cabello de oro al sol y la forma en que se le curvaban los labios cuando pronunciaba mi nombre o me decía simplemente "More".
Él y yo lo sabíamos, era la última vez que nos íbamos a ver. Yo me quedaba y él volaba a Monterrey, a tratar de hacer una vida que sí fuera vida y no lo que había estado construyendo y destruyendo junto conmigo. Olía al mismo perfume de siempre, y aunque ya era demasiado alto y se tenía que agachar para besarlo o abrazarlo, esa última vez simplemente me prendí de su cintura y lo abracé como pude. Mi cabeza quedaba en su pecho, y oía su corazón que muchas veces me había servido de arrullo. Él tomó mi cabeza entre sus brazos largos, como abrazándola, y apoyo la suya en mí mientras yo me aferraba a su cuerpo delgado que me dejaba abrazarlo como a un peluche.
"Ya me voy, More", me dijo como para que lo aceptara o lo impidiera de una vez. Su voz se oía débil. "Ya no lo digas", de verdad se lo rogaba. No quería aceptarlo pero no debía impedirlo.
Ese día yo iba con mi uniforme, supuestamente a la escuela, pero en vez de ello, después de verlo subir a su auto, regresé a mi casa y me encerré en mi cuarto por 3 días. Fingí estar enferma para no ser molestada en mi duelo, porque es mejor que aceptar que algo que había estado dentro de mí se había ido, que algo dentro de mí se había roto. Estaba, entonces, incompleta y fracturada; ese era el diagnóstico.
¿Y es que acaso de esa enfermedad uno se cura algún día?