Despierto, son las 3:33 de la mañana. Me despierto al sentir su mirada pesada, esa que sólo sus ojos que han llorado de desgracia podrían tener. La pesadez de sus ojos clavados en mí me obligan a mirarla y así ella puede sentir que existe al ver mis ojos clavados en ella a la vez.
Está sentada a la orilla de la cama, con la mirada en mí, pero vacía; sin siquiera el ánimo de hablarme. Entonces supongo que es de esos días a los que llamo “malos”, en donde la tristeza es tal, que tomará varios minutos para que el silencio se rompa.
De pronto, después de sentarme junto a ella por unos 10 minutos, ella mira al techo de mi alcoba, sonríe y me pregunta: “¿No te parece ridículo?”, a lo que no sé responder, entonces ella se responde a sí misma: “Es ridículo que, a pesar de poder ir a donde yo quiera, siempre termino viniendo aquí, a estas cuatro paredes a las que he odiado por años. Siempre regreso y tú siempre estás aquí.”
Sigo sin saber qué responder, entonces, como sé que simplemente le ha entrado la nostalgia, prendo un cigarrillo y me siento apoyándome en la cabecera de la cama, invitándola a que haga lo mismo. Ella lo hace.
Casi arrastrando sus pies, avanza, se pone del otro lado de la cama y, como si fuera un acto meramente mecánico, se acomoda en la cama. Extiende sus pálidos y delgados pies descalzos sobre las arrugadas sábanas blancas. Suspira. Inhala el olor del cigarrillo y parece que el aroma viaja desde su nariz y puede sentirlo hasta la lengua. “Los Marlboro rojos siempre fueron mis favoritos”, exclama, “Ojalá aún pudiera fumar, ¿sabes?, es de esas cosas tontas que extraño hacer y que ya a últimas ni disfrutaba, no como se debe.” Me quedo en silencio, tratando de encontrar una frasecilla consoladora, pero no hallo ninguna en mi repertorio de frases famosas, así que lo único que me queda, y que me ha funcionado en otras ocasiones, es hacer que se recueste y ponga su cabeza en mis piernas hasta que duerma.
Recuesta entonces su cabeza en mis piernas, puedo sentir el frío de sus cabellos que parecen una cascada de negro noche, una desplomada nevada negra, lava oscura. Su rostro delgado y de un pálido tal que casi raya en lo gris, se torna por un momento más rozagante, más coqueto. Pone sus manos entrelazadas sobre su pecho y sonríe al sentir mis dedos acariciar sus cabellos.
Aunque es muy de noche y no hay más iluminación que la de la luna y las luces que entran de la calle por el ventanal, puedo notar el café intenso de sus grandes ojos, sus pestañas medio rizadas y largas, y un par de lunares que tiene cerca de los labios. Me gusta admirarla sin que se dé cuenta, porque así no hace poses raras ni se siente atacada. Ella cree que es fea, siempre lo ha creído, pero yo creo que es muy hermosa, tanto, que no me molesta que casi cada noche me despierte, a veces para contarme la misma historia.
“Perdón por venir otra vez, sé que debes estar muy cansado; tú trabajas, tienes obligaciones, responsabilidades, preocupaciones… en fin, cosas que yo no tengo ni hago”, me dice y me mira hacia arriba, “¿Por qué no te has hartado de mí aún?”, me pregunta como si el hecho de estar con ella fuera un fastidio o una molestia; no lo es.
“No sé –le respondo– no puedo fastidiarme de ti. Me gusta cuando vienes, aunque al principio me era un tanto extraño, sobre todo la primera vez.” Entonces ella sonríe y de nuevo mira hacia enfrente, por la ventana. “Hay un mundo allá afuera, un mundo que no puedo conocer realmente”, me dice y veo cómo sus ojos se empiezan a nublar en lágrimas.
Yo no hago más que acariciar su cabello y tocar con mi mano tibia su huesuda y helada mano pálida hasta que ella queda en un sueño profundo. Siempre que la veo dormir me pregunto qué soñará, qué habrá en su escandalosa y al mismo tiempo serena cabeza. Ella jamás me dice.
Sé que por la mañana no estará, que estaré yo solo con las piernas extendidas, apoyándome en la cabecera de la cama con un montón de cenizas de cigarro alrededor. Sé que al día siguiente ella estará ida, ausente, invisible. Sé que regresará a la noche siguiente o a la que sigue, que estará de pie en una esquina en medio de la oscuridad, esperando a que me pesen sus ojos y así pueda verla de nuevo y ella vuelva a existir. No sé mucho de ella, porque ella no me ha querido decir, sólo sé que regresa aquí, a donde murió hace cinco años porque la gente que se suicida tiene que hacer, una y otra vez, lo mismo que hicieron en el último día: matarse. Es como una especie de condena que ellos tienen.
“Extraño estar viva”, me dijo un día, a lo que yo respondí, como el idiota enamorado de una fantasma que soy: “O yo podría morir.” “¡No! –me contestó alarmada– Mejor esperemos, yo regresaré aquí siempre, lo sabes. Tus ojos me dan vida por un instante y eso me hace sentir mejor. Yo puedo esperarte toda tu vida; cuando vengas de este lado, quiero que lo hagas de la forma correcta, que no tengas que pasar por lo mismo que yo.”
Entonces comprendí que ella también me quería, o quién sabe, tal vez es sólo esa sensación de estar viva que yo le doy cuando mis ojos la ven. Pero, ¿qué no es eso lo que nos provoca querer a alguien, el sentir que con su mirada somos de nuevo humanos y no tristes y grises fantasmas?
Ella cree que sólo es ella quien se siente viva cuando la veo, pero, aunque yo aún pueda ser visto por los demás, aunque haga las cosas “normales” de cualquier persona, aunque mi corazón aún lata y mi color y temperatura corporal sean las de una persona viva normal, el gran misterio es que sólo vivo hasta que la veo. Ella también me da vida a mí, cuando para los demás puedo ser un triste fantasma gris...
Está sentada a la orilla de la cama, con la mirada en mí, pero vacía; sin siquiera el ánimo de hablarme. Entonces supongo que es de esos días a los que llamo “malos”, en donde la tristeza es tal, que tomará varios minutos para que el silencio se rompa.
De pronto, después de sentarme junto a ella por unos 10 minutos, ella mira al techo de mi alcoba, sonríe y me pregunta: “¿No te parece ridículo?”, a lo que no sé responder, entonces ella se responde a sí misma: “Es ridículo que, a pesar de poder ir a donde yo quiera, siempre termino viniendo aquí, a estas cuatro paredes a las que he odiado por años. Siempre regreso y tú siempre estás aquí.”
Sigo sin saber qué responder, entonces, como sé que simplemente le ha entrado la nostalgia, prendo un cigarrillo y me siento apoyándome en la cabecera de la cama, invitándola a que haga lo mismo. Ella lo hace.
Casi arrastrando sus pies, avanza, se pone del otro lado de la cama y, como si fuera un acto meramente mecánico, se acomoda en la cama. Extiende sus pálidos y delgados pies descalzos sobre las arrugadas sábanas blancas. Suspira. Inhala el olor del cigarrillo y parece que el aroma viaja desde su nariz y puede sentirlo hasta la lengua. “Los Marlboro rojos siempre fueron mis favoritos”, exclama, “Ojalá aún pudiera fumar, ¿sabes?, es de esas cosas tontas que extraño hacer y que ya a últimas ni disfrutaba, no como se debe.” Me quedo en silencio, tratando de encontrar una frasecilla consoladora, pero no hallo ninguna en mi repertorio de frases famosas, así que lo único que me queda, y que me ha funcionado en otras ocasiones, es hacer que se recueste y ponga su cabeza en mis piernas hasta que duerma.
Recuesta entonces su cabeza en mis piernas, puedo sentir el frío de sus cabellos que parecen una cascada de negro noche, una desplomada nevada negra, lava oscura. Su rostro delgado y de un pálido tal que casi raya en lo gris, se torna por un momento más rozagante, más coqueto. Pone sus manos entrelazadas sobre su pecho y sonríe al sentir mis dedos acariciar sus cabellos.
Aunque es muy de noche y no hay más iluminación que la de la luna y las luces que entran de la calle por el ventanal, puedo notar el café intenso de sus grandes ojos, sus pestañas medio rizadas y largas, y un par de lunares que tiene cerca de los labios. Me gusta admirarla sin que se dé cuenta, porque así no hace poses raras ni se siente atacada. Ella cree que es fea, siempre lo ha creído, pero yo creo que es muy hermosa, tanto, que no me molesta que casi cada noche me despierte, a veces para contarme la misma historia.
“Perdón por venir otra vez, sé que debes estar muy cansado; tú trabajas, tienes obligaciones, responsabilidades, preocupaciones… en fin, cosas que yo no tengo ni hago”, me dice y me mira hacia arriba, “¿Por qué no te has hartado de mí aún?”, me pregunta como si el hecho de estar con ella fuera un fastidio o una molestia; no lo es.
“No sé –le respondo– no puedo fastidiarme de ti. Me gusta cuando vienes, aunque al principio me era un tanto extraño, sobre todo la primera vez.” Entonces ella sonríe y de nuevo mira hacia enfrente, por la ventana. “Hay un mundo allá afuera, un mundo que no puedo conocer realmente”, me dice y veo cómo sus ojos se empiezan a nublar en lágrimas.
Yo no hago más que acariciar su cabello y tocar con mi mano tibia su huesuda y helada mano pálida hasta que ella queda en un sueño profundo. Siempre que la veo dormir me pregunto qué soñará, qué habrá en su escandalosa y al mismo tiempo serena cabeza. Ella jamás me dice.
Sé que por la mañana no estará, que estaré yo solo con las piernas extendidas, apoyándome en la cabecera de la cama con un montón de cenizas de cigarro alrededor. Sé que al día siguiente ella estará ida, ausente, invisible. Sé que regresará a la noche siguiente o a la que sigue, que estará de pie en una esquina en medio de la oscuridad, esperando a que me pesen sus ojos y así pueda verla de nuevo y ella vuelva a existir. No sé mucho de ella, porque ella no me ha querido decir, sólo sé que regresa aquí, a donde murió hace cinco años porque la gente que se suicida tiene que hacer, una y otra vez, lo mismo que hicieron en el último día: matarse. Es como una especie de condena que ellos tienen.
“Extraño estar viva”, me dijo un día, a lo que yo respondí, como el idiota enamorado de una fantasma que soy: “O yo podría morir.” “¡No! –me contestó alarmada– Mejor esperemos, yo regresaré aquí siempre, lo sabes. Tus ojos me dan vida por un instante y eso me hace sentir mejor. Yo puedo esperarte toda tu vida; cuando vengas de este lado, quiero que lo hagas de la forma correcta, que no tengas que pasar por lo mismo que yo.”
Entonces comprendí que ella también me quería, o quién sabe, tal vez es sólo esa sensación de estar viva que yo le doy cuando mis ojos la ven. Pero, ¿qué no es eso lo que nos provoca querer a alguien, el sentir que con su mirada somos de nuevo humanos y no tristes y grises fantasmas?
Ella cree que sólo es ella quien se siente viva cuando la veo, pero, aunque yo aún pueda ser visto por los demás, aunque haga las cosas “normales” de cualquier persona, aunque mi corazón aún lata y mi color y temperatura corporal sean las de una persona viva normal, el gran misterio es que sólo vivo hasta que la veo. Ella también me da vida a mí, cuando para los demás puedo ser un triste fantasma gris...