viernes, 4 de julio de 2014

Inmortal.

Su mamá se alegró bastante de verme ahí parada en la puerta. “¡Estás empapada, niña!”, me dijo en cuanto me vio y procedió a darme un fuerte abrazo y un beso. “Ya sabe, las lluvias de julio”, le contesté en cuanto me soltó.
–Hace mucho que no venías, Eri, nos tenías preocupados –me dijo mientras nos sentábamos en el sofá y me arrimaba un café frío-. Ya sé que te gusta así –me dijo refiriéndose al café.
–Oh, sí. Nunca he podido soportar el café caliente. Pues, no sabía si era buena idea venir, ya sabe…
Hubo un silencio incómodo por unos segundos.
–Pero ya estás aquí, y eso es lo importante –se le entrecortó la voz–, a Dani le va a dar mucho gusto. Él… él no está bien, ¿sabes?, pero verte será algo positivo, al menos en sus últimos días –se puso a llorar calladamente. Las lágrimas caían en su taza de café.

Me sentí muy mal por ella, y aunque yo también quise llorar en ese instante, me aguanté y sólo la toqué en el hombro y susurré que estaba bien. Di un sorbito a mi taza y le pregunté si podía entrar a verlo, ella me dijo que sí; se paró, me sonrío aún con lágrimas en sus ojos y me señalo que la siguiera.
Abrió la puerta muy despacito y se asomó, después me miró y me dijo:
–Creo que está despierto. Acércate para hablar con él, porque no se escucha mucho su voz, ya no se puede esforzar mucho.
–Claro, entiendo –le dije nerviosa por verlo de nuevo después de meses.

Entré a la habitación que ya muy bien conocía. Las paredes azules con pequeñas protuberancias en forma de barquitos sobre olas que él y su hermano habían tallado unos años atrás, manchitas de verde menta salpicadas por doquier a propósito, el dibujo enmarcado de El Principito que él había hecho en la primaria y que había ganado un premio.
Todo lucía como hacía meses lo había visto… menos él.
Dani yacía en su cama con apenas color en sus mejillas, los ojos miel apenas si brillaban mientras miraban entreabiertos lo poco que se podía ver desde su ventana. Cuando me vio, apenas si pudo esconder su sorpresa. De inmediato quiso sentarse en su cama, pero no pudo, entonces lo hizo despacito mientras se apoyaba en las mismas cobijas.
–¡Estás aquí! –me dijo con una enorme sonrisa, sonrisa que no había cambiado.
–Estoy aquí –replique con una sonrisa casi fingida.
–Vaya, hubiera jurado que era otra de las alucinaciones por el dolor o las pastillas, pero realmente estás aquí, pequeña rata.
–Tienes que admitirlo: siempre he sido una alucinación para ti, pequeño bastardo.
Los dos reímos.
–Acércate –me dijo–, no es contagioso.
Me acerqué y arrastré una sillita para sentarme y estar más a su nivel.
–Mira cómo te han dejado –le comenté y toqué sus flacas manos.
–Ya lo ves, todo por no comerme mis verduras. ¡Malditos brócolis! –se río.
–Y pensar que anduve contigo, qué vergüenza. Ahora qué dirán mis amistades de que haya salido con tal harapo.
–Soy el mejor harapo que ha pasado por tu vida, y lo sabes –dijo con su voz de galán.
–Sí… lo sé –le contesté ya con ganas de llorar.
–No lo hagas –me dijo al oír mi voz temblorosa–, no llores. Cada que alguien viene, llora. No sé por qué gastan las lágrimas que deberían llorar hasta mi funeral. Cuando llegue el verdadero momento de hacerlo, estarán tan secos que nadie llorará, entonces tendré que regresar de la muerte porque, como todo mundo sabe, a los muertos les gusta que lloren en sus entierros y esas cosas.
Los dos nos reímos, pero la verdad es que mis lágrimas ya estaban más afuera que adentro, así que una cayó por mi mejilla izquierda, entonces él la secó con sus dedos.
–¿Tan mal me veo? –me preguntó y de inmediato agregó–: Me hubiera peinado, pero no me avistaste que venías.
Entonces volvimos a reír.

Hablamos un rato de todo lo que había pasado en los meses en que no nos habíamos visto, de cómo su hermano había dejado el semestre en la escuela para pagar unos tratamientos para su cáncer y que su mamá lo trataba como rey. “Es lo bueno de tener cáncer, ¿sabes? Si quieres que tu mamá te trate como a un rey, haz que te dé cáncer”, me dijo entre risas.
Yo le conté que en la escuela me iba más o menos bien (cosa de toda mi vida), que estaba tomando un curso de inglés y otro de portugués con unos profesores de la Universidad que daban clases después de las clases regulares. Saqué el móvil y le enseñé fotos de una excursión que había hecho con los compañeros de la escuela y de la fiesta de cumpleaños de mi hermana mayor.
Por un momento, mientras él veía una tras otra las fotos de mi celular, yo lo mire detenidamente. Si bien no era exactamente como lo recordaba de hacía apenas cinco meses, él seguía siendo él. Su cabello seguía teniendo esos rayitos de sol que naturalmente le nacían, seguía teniendo la misma miel intensa que le rodeaba las pupilas y su sonrisa seguía siendo la misma que me había hecho enamorarme como una loca de él. En su cuello aún se dibujaban sus lunares y esa extremadamente sensual Manzana de Adán que siempre se le marcaba. Toda su habitación olía a su perfume, el mismo que a mí siempre se me pegaba cuando, por las tardes, pasaba por mí a la escuela y me abrazaba por mucho rato.
De nuevo sentí ganas de llorar, pero no lo hice.
–Parece que te has divertido mucho sin mí, malnacida –me dijo–. Me alegro. Aunque no me alegro de no me hayas traído de ese pastel de cumpleaños, ¿acaso no sabes que amo el pastel?
–Sí, lo sé, por eso no te lo he traído; la cosa es hacer enojar a Dani.
–Carajo, lo has logrado –soltó su sonrisa torcida.
Por un momento no tuvimos mucho qué decir, hasta que él habló de nuevo:
–A veces tengo miedo –me dijo mirando al techo.
–¿De qué? –le dije con miedo a saber su respuesta.
–Ya sabes, de la muerte. Sé que a todos nos va a pasar, pero simplemente no me hago a la idea de saber que a mí me va a pasar este año. “De este año no pasa”, le dijo un médico hijo de puta a mi madre cuando me vio la última vez. Yo en ese momento no lo sentí realmente, pero luego llegas a tu habitación y, como si te lo dijeran por primera vez, te enteras que realmente te estas muriendo, y no sólo eso, tu muerte ya tiene una fecha límite.
–No pienses en eso –le dije, aunque era yo la que no quería pensar en ello–, te hace mal. Aparte, tú mismo lo has dicho: a todos nos va a pasar. No… no es como que eras inmortal ni yo soy inmortal; nadie lo es. Aunque admito que daría lo que sea que me quede de vida con tal de que tú la vivieras, o al menos te compartiría de mis años, meses, días; lo que me quede.
–¿Como en los videojuegos? –se rio.
–Sí, como en los videojuegos –traté de reír–. ¿Recuerdas cuando te dejaba ganar?
–¡Pero qué dices, gilipollas! ¡Yo te ganaba!
–No, no, no. Yo te dejaba ganar, sabía que te pondrías mal, así que te dejaba ganar. Nadie quería soportar al bebé llorón en que te convertís al perder.
Nos reímos un rato, después la seriedad regresó.
–Y también pienso en eso, que extrañaré jugar contigo. Aunque a ti ya te extrañaba desde hace mucho. ¿Crees que exista el más allá? Ojalá que no.
–Yo también te había extrañado mucho, Dani, sólo que no sabía cómo regresar, cómo volver atrás, ¿me entiendes? En fin… ya no importa. ¿El Más Allá? No sé, pero espero que sí, ¿por qué tú no?
–Porque si existe el maldito Más Allá, significa que estaré, de algún modo, consciente de esta vida, y si es así, te estaré extrañando quién sabe cuánto tiempo. No es justo.  
–Bueno, ¿y no crees que yo estaré acá, el mismo tiempo, extrañándote a ti?
–La muerte no es justa para nadie, entonces.
–No, no lo es. Es una de las mayores injusticias de la vida.
–Cierto, y al final todos te olvidan… Tal vez es eso a lo que en realidad le tengo miedo.
–¿Al olvido?
–Sí, algo así. No sé. Es más como el saber que, aunque estuviste aquí y pisaste esta tierra, besaste ciertos labios y reíste en ciertos momentos, nada importa. Al final todo se resume en un cajoncito de madera debajo de tres metros de tierra. La vida es sólo una, la muerte también, pero la segunda borra todo lo que la primera pudo significar. Qué tonto, ¿no? Pero bueno, esas son el tipo de mariguanadas que un moribundo piensa cuando ya no sale mucho de su casa.

No supe qué contestar por unos momentos, principalmente porque creía que tenía un muy buen punto y para convencerlo de otra cosa, iba a estar difícil; siempre había sido difícil hacer que ese paliducho escuchara razones ajenas. Si se le metía una idea en la cabeza, era casi imposible hacerle cambiar de parecer.
Me paré de la sillita y le hice señas con las manos para que se moviera del centro de la cama hacia la orilla. Él lo hizo, aunque estaba expectante de no saber qué iba a hacer.
Me acurruqué junto a él, puse mi brazo derecho bajo su cabeza y con mi mano le acaricié el cabello. Con mi mano izquierda sentí su pecho; estaba muy delgado, tanto que a simple tanto se podían sentir sus huesos y el lento latir de su corazoncito.
–Tienes razón, Dani, la vida es una, al menos de corrido, pero, ¿y esas veces en donde vives más que otras? No puedes comparar un momento de flojera con uno de esos en donde la adrenalina corre por tus venas. No puedes comparar la vida que hay mientras viajas en bus a cuando diste tu primer beso, la vida de cuando haces un examen a cuando por primera vez hiciste el amor. Hay vida en todos esos momentos, pero hay más en unos que otros, y si eres una mierdita optimista como yo, verás que entonces has vivido más de una vez.
–Eres como un jodido testigo de Jehová. Está bien, me has convencido de eso, pero igual terminas muriéndote de una y ya. Aún no soy una mierdita positiva, pero puedes seguir intentando –me dijo y su voz tan de cerca me puso la piel de gallina.
–Veamos. Una vez escuché, no recuerdo dónde, o tal vez lo leí… el caso es que era una frase que decía más o menos así: “Dicen que una persona muere dos veces. La primera vez, cuando dejas de respirar, y un poco más tarde, cuando alguien dice tu nombre por última vez.”
En pocas palabras, aunque pase mucho tiempo después de que ya no estés, aunque ese cajoncito de madera tenga tu cuerpo, aunque la tierra tape la luz, aunque las fotos se hagan borrosas y las flores se marchiten, no morirás en esta dimensión por completo sino hasta que se te mencione por última vez. Y para eso pueden pasar años, muchos, muchos años. Y cuando eso pase, será porque ya todos los que te conocimos aquí, nos fuimos para allá, al maldito Más Allá contigo; no ni vas a extrañar.

Dani se quedó callado como procesándolo todo. Como si se estuviera imaginando cómo sería eso; ver a la gente ir llegando al Más Allá después de que abandonaran, como él lo hiciese tiempo antes, esta tierra. Quiso reír, pero o pudo, sólo emitió un leve suspiro y tomó mi mano izquierda que acariciaba su pecho.
–¿Tú te encargarás de decir mi nombre tanto tiempo? ¿Qué pasa si conoces a alguien más, alguien que te haga olvidarte de mi nombre? ¿Y si vives 100 años, o te da amnesia, Alzheimer, o te quedas muda?
–Idiota –le dije con una sonrisa y clavé mis pupilas en sus dormilones ojos miel–, ¿quién puede haber en este mundo con el poder de hacerme olvidarte? Yo te digo: nadie. Y sí, yo me encargaré de decir tu nombre. Si mi mente me falla y se empieza a formatear, seguro te llamaré de otra manera. Cada día, cuando mire directo al Sol hasta que me duelan los ojos, te estaré llamando; cuando vea a las estrellas, aunque no sepa muy bien por qué, te estaré llamando; cuando haga mucho frío y salga de mi boca el vaho, te estaré llamando; cuando en la radio suenen canciones tristes, te estaré llamando; cuando me sienta sola en un lugar lleno de gente, te estaré llamando; cuando haga un amigo nuevo, te estaré llamando; cuando me sienta triste de repente y necesite un abrazo, te estaré llamando; cuando un olor a perfume me llegue de la nada y no sepa jamás por qué, te estaré llamando; cuando encienda un cigarrillo y sonría mientras expulso el humo, te estaré llamando…
Y cuando esté en mi lecho de muerte y no tenga más voz para decir nada, un último y leve quejido te estará llamando; cuando los pulmones hagan el último exhalo, el último suspiro de ellos te estará llamando; cuando mi mente ya no haga más conexiones y las neuronas se estén muriendo por montones, una última chispa de electricidad entre ellas te estará llamando; cuando mi corazón tenga los latidos contados y finalmente llegue el último, en ese último latido te estaré llamado…
Me pasaré el resto de mi vida llamándote, de una manera u otra. De alguna forma serás inmortal hasta que yo misma me vaya al otro lado, y una vez ahí, te seguiré llamando. Te llamaré para decirte que ya he llegado, que te estuve extrañando mucho y te reclamaré por jamás haber contestado a mis llamados… Y jamás morirás, Dani, jamás morirás.

Dani se quedó callado de nuevo, su respiración se hizo más lenta y entonces sus lágrimas corrieron por sus cachetitos. Tomó mi mano con más fuerza y desvió la mirada hacia el techo que tenía estrellas, cometas y planetitas fosforescentes, de esos que brillan en la oscuridad, pegados como formando galaxias.

–Necesitaba eso. Necesitaba saber que alguien iba a recordarme, aunque sea un poquito, después de que me fuera. Que alguien llamaría a mi nombre, que no lo olvidaría aunque pasasen los años. Que no todo se resumiría a tierra y un cajón de madera. Necesitaba que alguien quisiera hacerme inmortal. Y lo más importante: quería que ese alguien fueras tú. Supongo que ahora ya me has convencido y soy una mierdita optimista –me dijo y me volvió a mirar.

–Sí –le contesté sonriendo, aunque también con lágrimas desbordando por mis ojos–. Somos unas mierditas optimistas.