La primera vez que lo vi, él era apenas un niño; más grande que yo pero niño al fin. Aunque algunos de sus rasgos ya eran de hombre, como la mandíbula que se le encuadraba y perfilaba para ser el lugar que, tiempo después, hospedaría muchos de mis besos. Yo no le hablaba entonces; una mezcla de pena y miedo me invadían cada que él me miraba desde lejos hablando con su hermana. Su hermana era el pretexto perfecto para estar cerca de él un rato, aunque a veces él simplemente se iba y se encerraba en su cuarto. "Déjalo, es un mamón", me decía su hermana, Vannia, "siempre está de amargado", finalizaba siempre.
Yo no lo veía amargado; yo lo veía taciturno, serio, pulcro, con cosas en la mente que no podía sacar con gente como Vannia, con quien sólo compartía la familia, el apellido, la casa y la sangre; de ahí en fuera eran dos desconocidos hablando idiomas diferentes.