No había vivido ni siete años de mi vida cuando ya la estaba cagando. Y no hablo de cagar una situación en particular, hablo de cagar mi vida entera. Las cosas se pusieron difíciles para mí desde esas fechas.
Y no, no pasé hambre ni frío, ni esta es una historia de la típica ‘Anita, la huerfanita’. Tampoco fui abusada física o sexualmente (aunque hay recuerdos borrosos de un tío, algo sospechoso, pero no, ni al caso). Esta es la leve y tonta historia de la niña que pensaba demasiado.
Sí, amigos, pensar en demasía también te chinga la vida.
Sobre todo te chinga la mente, el alma, la capacidad de asombro y la empatía a tus relativos humanos. Uno a los siete años no debería pensar en pachecadas filosóficas dignas de un mariguano volando en el trip del 4:20. Tampoco debería uno de estarse cuestionando su valor como persona y como hijo o humano, como parte de una familia o un círculo social.
Sobre todo te chinga la mente, el alma, la capacidad de asombro y la empatía a tus relativos humanos. Uno a los siete años no debería pensar en pachecadas filosóficas dignas de un mariguano volando en el trip del 4:20. Tampoco debería uno de estarse cuestionando su valor como persona y como hijo o humano, como parte de una familia o un círculo social.
Yo lo hacía, desde ese entonces me lo cuestionaba constantemente. A veces me sentía como en un zoológico donde todos los demás humanos eran más bien como animalitos que actuaban de formas súper pendejas, tanto, que me veía en la penosa necesidad de madurar a un paso acelerado con el fin de que, tal vez, ellos se vieran forzados a hacer algo parecido a mayor escala; no fue así. Lo único que conseguí recortando años de mi infancia fue que, al verme más preparada que los demás niños, me pusieran a cargo de éstos.
Y ahí estaba yo, con 7 u 8 años, cuidando a los demás idiotas de mi edad. Siempre me identifico con la frase del “espíritu joven en un cuerpo viejo”… pero al revés; siempre me siento como un anciano entre niños y, créanme, fue un tanto peor en la adolescencia.
Si bien en el modo práctico nunca he sido la más madura ni el ejemplo modelo del adulto organizado, mi mente es otro pedo, lo cual, por supuesto, hace que tenga un montón de conflictos. Y es que mi cuarto es un desmadre, pero de veras, un desmadre. No es sólo la cama que rara vez es tendida (digamos que si una vez al mes se tiende ya es mucho), sino que hay ropa sucia, ropa limpia, ropa que no sé ni de quién es, cuadernos, notas, papeles raros, envolturas de mi gula y obesidad, aretes, anillos, maquillaje, dos perros, un hámster y lo que parece ser un cuerpo en descomposición debajo de mi cama (tal vez un ex novio). Todo aquello hay que pasarlo a zancadas, cuidando de, por supuesto, no alterar el desorden ordenado de mis cosas. Según mi loquero, eso es uno de tantos comportamientos que tengo como mecanismo de defensa para hacer saber, no sólo a los demás, sino a mi pendejo cerebro, que no soy un adulto aún.
Veintiún años y mis padres me siguen cuidando como cuando tenía 11, joder, pero los entiendo por debajo de todo. Para todo se refieren a mí como “la niña”. Me consienten en casi todo y, por supuesto, yo me dejo. Aunque a veces pienso que ese comportamiento lo debieron tener hace años, no hasta ahora, pero bueno, ya qué.
Y no se debe entender que soy una inútil (o no del todo); puedo hacer mis cosas, sé perfectamente cómo lavar mi ropa, los trastes, sé cocinarme, hacer las compras, puedo mantenerme, sé barrer, acomodar las cosas y, aunque lo odie, tender mi cama. Pero no lo hago. Me rehúso a crecer del todo. No pude detener a mi mente cuando ésta se adelantaba a su tiempo y me hacía pensar demasiado las cosas, pero sí puedo detenerme de hacer las cosas más simples como organizar mi habitación… aunque con ello también veo desorganizada mi vida.
¿Ustedes se dieron cuenta de cuándo empezó a hablarles la voz de la ‘consciencia adulta’? Esa voz que avisa de peligros y de conveniencias. Como cuando todos tus amigos se saltaban las clases o faltaban a la escuela y de pronto, de la nada, una vocecita extraña te decía desde adentro: “No, no lo hagas, te atraparán y tendrás problemas”. Bueno, esa voz aparece, por lo general, ya a los 17, 18, máximo en los 20’s. Algunos le hacen caso y otros la ignoran; yo la escuché y le empecé a hacer caso desde que tengo uso de razón.
La voz esa no me dejaba hacer nada, o casi nada. Cualquier cosa que implicara un regaño de mis padres era simplemente imposible de hacer por mí. Mis papás, claro, súper contentos de ello, pero yo en el fondo quería que esa pinche vocecita mamona se callara. Ya desde los 5 años deseaba no pensarla tanto, deseaba aventarme a hacer las cosas que los demás hacían valiéndoles madre todo.
Pero no fue todo tan malo todo el tiempo. Cuando estaba en mis primeros años (de primero a tercero) de primaria, tenía una pequeña pandilla que me ayudaba a liberarme de esas cosas. Me juntaba con puros niños, y me la pasaba de lo lindo; las niñas siempre me daban hueva y, aparte, nunca logré identificarme al cien con su mentalidad. Al menos esas horas eran de juego, que desde luego, el ancianito que vive dentro de mí seguía ahí, pero en ese rato se tomaba una larga siesta y me dejaba jugar.
Y siempre busqué tener esos escapes. A los 9 fue aparentar ser una niña más para adaptarme a la primaria nueva; a los 12 fue fingir que me gustaba la música mierdera que los demás escuchaban; a los 13 fue hacerme la atea interesante, fumar y chelear como puta de bar; a los 14 fue hacerme más dura a huevo, ser lo contrario a la pacifista valemadre que soy (lo cual duró hasta los 15); a los 16 fue tratar de bajarle al mame que tenía en la secundaria y supuestamente enfocarme en la escuela; a los 17 empecé con escapes de autolesión y meterme cosas químicas para darle alegría a mi cuerpo, Macarena; a los 18 fue admitir que estaba en el hoyo y, lo peor, disfrutarlo.
No he salido de esa fase. Pero ya no lo disfruto. Ya no está chido que todo me valga pito. Ya necesito tener metas. Y no, nada de “Sí, a huevo, voy a ser millonaria. ¡Qué digo millonaria, Carlos Slim va a lavar los 400 baños de mi mansión con su pinche lengua”. No. Otra metas; metas de vida, como ser feliz, viajar, encontrar mi vocación, disfrutar todos los días de que haya amanecido y poder dormir en paz.
Aún no me fijo nada de eso como meta, porque aún no sé cómo empezarle. Uno no puede hacer realidad las metas cuando estás en un hoyo de confort que te has construido con barreras sociales desde que tienes 5 años. Es difícil, porque, como lo mencionaba, cuando le piensas demasiado como yo, no haces las cosas; todo se te va en pensar, en analizar los pros y contras pero, sobre todo, clavarte en los contras, y entonces el hoyo no te deja salir.
¿Qué pude haber hecho yo, a mis 7 años, para evitar todo este desmadre? ¿Qué puedo hacer yo hoy para escalar desde este hoyo de 14 (casi 15) años de puro pensar y poco hacer?
La voz de la consciencia ya entendió que vale madres; ya casi no me habla ni me dice que no haga las cosas, pero tal vez, en vez de que me impidiera jugar y ser más feliz, debió impedirme saltarme años bueno de infancia-adolescencia, debió aparecer cuando intenté fumar por primera vez, cuando me metí con gente extraña que consumía cosas aún más extrañas.
Intentaré pues, y si no salgo de este hoyo, rascaré hacia abajo hasta topar fondo; tal vez allí haya un elevador.