domingo, 5 de marzo de 2017

Vespertino.

La primera vez que de verdad me gustó un chico, yo tenía 8 años. Lo sé, muy joven para que "de verdad me gustara un chico", pero era verdad. Él se llamaba Eduardo, o al menos ese nombre se le quedó en mis recuerdos; puede que en realidad se llamara Esteban, Manuel, Tomás o Enrique, o tal vez tenía un nombre más raro como Plutarco, Eleuterio o Zadkiel. Como sea, lo llamaremos Eduardo porque ese es el nombre que le corresponde en mis vagos recuerdos.

Iba en tercero de primaria, en una de esas primarias grandes con pasillos secretos, salones misteriosos y cuartos raros donde sólo el más valiente de los niños se atrevía a entrar. Obviamente era una de esas primarias que "antes era un cementerio, luego fue un circo y ahora es una escuela, por eso espantan en los baños". Tenía leyendas propias y otras de la cultura mexicana adaptadas a la mentalidad e imaginación de un montón de niños que sólo pensaban en lo triste que era ir en el turno vespertino porque entonces no podían ver Pokémon. 

Yo paseaba en el receso por los alrededores, especialmente los últimos 3 meses de ese tercer año. No sé si presentía que era mi último año en esa escuela o si simplemente fue casualidad, pero dejé de juntarme con puros varones que se dedicaban a correr y jugar pesado sin poner atención a nada más, y me junté más con un par de amigas que preferían comer el lunch que sus mamás les habían enviado y caminar tranquilamente por la escuela. A veces nos sentábamos en las jardineras y sólo nos dedicábamos a comer, a hacer alguna broma y reír. Mirábamos a nuestro al rededor. Yo miraba a mi alrededor. A veces sentía que, por más que hubiera corrido por todos los pasillos y rincones (incluidos los rincones donde supuestamente asustaba el espíritu de una maestra que se había suicidado porque sus alumnos eran insoportables, y el cuarto raro que olía raro donde un conserje raro hacía cosas raras), no conocía del todo la escuela, así que me dedicaba harto rato a ver las caras de niños que nunca antes había visto.

Un día, mirando a la escuela pasar en la media hora del receso, vi a un niño a lo lejos, subido en una barra de concreto que no llevaba a ningún lugar. Estaba sentado allí con las manos recargadas en la barra y su cara expuesta al sol, parecía como si se estuviera asoleando. Apretaba bien fuerte sus ojos y luego los abría por un par de segundos, le quería ganar una batalla al sol pero siempre perdía. Después de hacer eso unas cuantas veces, bajó su mirada y talló sus ojos, entonces, como si mis ojos le hablaran por su nombre (que quedamos que era Eduardo), me miró. Yo me apené, entonces él me miró aún más.

Nunca me había parecido atractivo un hombre, ni una mujer, ni nada. Tal vez era porque, hasta ese entonces, había pensado en lo tremendamente asquerosos que son los besos. Me preguntaba cosas horribles acerca de ese intercambio de fluidos: ¿Y si la persona me echa baba? ¿Y si antes de eso alguno había comido algo? ¡Guácala si comió huevo! ¿Por qué la gente querría besarse? ¿Es que no les da asco? Pero luego de ver a Eduardo la idea de tener baba de alguien más en mis labios o en mi boca no me parecía tan mala.

Lo veía diario, y no sólo en el receso, veía a Eduardo en la entrada y la salida, en los Honores a la Bandera, cuando a mi salón le tocaba la brigada de limpieza, la semana que me tocó hacer de guardia (ya saben, la morra mamona que te decía que no corrieras o te ponía a levantar basura), lo veía cuando caminaba hacia el baño y SIN QUERER pasaba por el tramo más largo para llegar a los sanitarios. Lo veía cada que podía y, día a día, se me ocurría un pretexto más para verlo otra vez. En ese momento me surgían otras preguntas: ¿Por qué será que nos gusta ver tanto a alguien de pronto? ¿Por qué siento chistoso en el estómago cuando el niño ese me ve que lo estoy viendo? ¿Por qué siento que se me ponen colorados los cachetes y me da tanto calor en la cara? ¿Por qué el niño ese tiene los ojos tan miel? ¿Por qué si él me ve también no me habla?

En el tiempo en que estuve mirando a ese chico llegué a muchas conclusiones:
-Eduardo se llama Eduardo, lo sé porque sus amigos le llaman Lalo y, una vez, una niña horrorosa de cuarto año le dijo Eddy.
-Eduardo tiene 10 años, lo sé porque va en 5°A y no parece ni más chico ni más grande.
-Eduardo es fanático de algún equipo de fútbol, o al menos eso creo, porque muchas veces, en la entrada, llega con un balón de fut en las manos. Y nadie juega fútbol sin antes haber sido fan del fut, y nadie puede ser fan del fut sin tener un equipo, o eso dice mi hermano.
-Eduardo tiene ojos miel, los más miel de la tierra, lo sé porque nunca había visto unos así.
-Eduardo se pone rojo cuando juega pesado con sus amigos.
-Eduardo gusta de comer Gansitos y de tomar Boing de uva.
-Eduardo piensa muchas cosas.
-Eduardo es muy callado.
-Eduardo no tiene a nadie que venga por él a la salida, lo sé porque lo he visto caminar solito cuando todos corren con sus papás.
-Eduardo casi no sonríe, tampoco se sonroja por pena.
-Eduardo sabe que lo veo.
-Eduardo me ve.
-Eduardo, a diferencia de mí, no muestra ninguna emoción cuando nos vemos.

Eran casi como citas no acordadas las de Eduardo y yo. Él se ponía en la misma barra de concreto con sus amigos y yo me quedaba en la jardinera comiendo o viendo, lo que hubiera ese día; nos mirábamos de vez en cuando. Diez minutos después a mis amigas les gustaba ir a caminar a la explanada donde ponían la bandera y hacían los homenajes, entonces allí iba yo con ellas y Eduardo les decía a sus amigos que fueran a dar la vuelta también; nos cruzábamos algunas veces, sin voltear directamente pero sabiendo que él era él y yo era yo. Yo sonreía de nervios, él sólo me veía de reojo.

Un día, la campana que avisaba que éramos libres por media hora sonó. Era momento de ir a la tiendita donde, por cierto, también veía a Eduardo. Ese día no estuvo. Fuimos entonces a las jardineras a sentarnos, y tampoco lo vi en la barra gris. Qué raro. Me puse triste y entonces me pregunté más cosas: ¿Por qué me siento así? ¿Por qué esperaba verlo si no hablamos siquiera? ¿Por qué la gente querrá que alguien le guste para luego sentir este tipo de cosas? Qué horrible... ¿Por qué el niño ese no está? ¿Dónde está?

Mis amigas querían ir a caminar como siempre, pero yo ya no tenía ganas de nada, les dije que fueran ellas, que yo iba a regresar al salón. Planeaba ir al salón y sentarme en mi banca que quedaba junto a la ventana. Cuando iba bajando los escalones para entrar a mi aula, vi a Eduardo con sus ojos de sol mirándome desde la esquina de mi salón, parecía estarme esperando, sus amigos voltearon y, al verme, parecía que me esperaban también. Sus amigos hicieron un ruido como de burla y júbilo, luego se dijeron cosas entre ellos mientras Eduardo no dejaba de mirarme. De pronto, un milagro: Eduardo también se tornaba rojo, sus cachetes se coloreaban desde los pómulos hasta la barbilla y una sonrisa apenas delineada exponía sus nervios. 

En ese momento me congelé, juro que por mucho tiempo, pero tal vez sólo fue por espacio de segundos. No subí ni bajé los escalones hacia mi salón, simplemente me quedé allí titubeando entre correr al salón, regresar con mis amigas o actuar como en las películas y tirarle un "¡Hey, qué tal!". No fue necesario. Eduardo se acercó y me habló, con un simple "Hola". Yo no estoy segura de haberle contestado, probablemente sólo me quedé mirando sin decir ni pío. Me preguntó que si podía ir con él hacia la parte de atrás de mi salón, que de hecho, era uno de esos rincones misteriosos donde estaba el salón de la maestra suicida pero, que en el turno vespertino, no ocupaba nadie. Le dije simplemente que sí. Caminé junto a él sin saber qué seguía, tenía sólo 8 años y él 10, ¿qué seguía?

Llegamos a la última pared, una donde apenas si hay unos cuantos rayos de sol cuando ya son las 4 de la tarde, y entonces ya eran casi 4:30. Y la plática fue más o menos así:

-Hola, hmm...
-Hola... -yo trataba de decir algo pero el interrumpió-:
-Me llamo Eduardo, ¿y tú?
-Erika.
-Ah.
-Sí...
-Oye, Erika, ¿puedo venir a hablar contigo mañana? En el receso.
-Pues, sí, está bien.

Pocos segundos después sonó la campana para entrar a clases.

Eduardo se recargó en la pared donde daba la poca luz que llegaba a ese rincón, para ver si sus amigos aún lo esperaban; el sol le pegó directo en la cara y le vi tres pequeñísimos lunares que hacían una línea casi perfecta en su mejilla derecha. Sus ojos miel expuestos al sol eran todavía más claros. Me dijo "adiós" y con la mano hizo una pequeña ola, luego corrió con sus amigos, quienes le picaron las costillas y lo corretearon hasta perderse.

Era el niño más bonito que había visto en mi vida. Sentía cosas raras, pero ahora sé, que una de esas cosas era melancolía. Porque había melancolía en aquel niño de tan solo 10 años, y yo de tan solo 8 la podía sentir. En su momento no lo sabía, sólo me hacía más y más preguntas. Aquel día era jueves y el viernes llegaría con otras incógnitas y aventuras, algunas historias más de sacrificio y despedida. 

Pero mientras, ese jueves, había hablado con el primer chico que me había gustado de verdad, y todo era perfecto en aquel lugar que primero había sido cementerio, luego circo y ahora era primaria.






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