Siempre me pregunté cómo sería este momento, qué música sería la última que escucharía, cuál sería mi último pensamiento, a qué Dios le rezaría, cuál sería la última imagen que en mis ojos se tatuaría. Siempre me pregunté la causa, el motivo, si habría o no dolor, si sería un alivio o una pena para mí el dejar todo esto. Hoy me respondo todo eso.
Encontré a mi viejo dealer en la calle; fue como si la vida me dijera: “Ya sé lo que necesitas. Anda, ven y consíguelo”. Hacía meses que no lo veía, y todo este tiempo había estado relativamente limpia. Lo miré y le sonreí casi con la mueca forzada, él me saludó bastante alegre aunque al mismo tiempo, como siempre, se sintió avergonzado de ser lo que es, de vender veneno para los pobres sin futuro que gustamos de viajar de vez en vez. Borró su sonrisa casi de inmediato y me dijo, casi en forma de regaño, “¿Apoco le sigues haciendo? Ya no te metas estas chingaderas, eso déjalo para los pendejos sin hogar y sin vida, para los que ya estamos más para allá que para acá; tú estás muy chava”. “Claro… y yo tengo un chingo de vida”, pensé, pero no lo dije, me limité a cambiar de tema. Me limité a pedirle mis caramelos favoritos, algunos otros nuevos y a decirle “adiós” tratando de no sonar grosera, él me dijo “adiós” sonando a “ya sé que no te voy a volver a ver”.
Llegué a casa hace unas horas, la verdad es que me ha tomado tiempo el tratar de limpiar el chiquero al que llamo hogar. Y le llamo así porque es más práctico que decir “cuatro paredes”, que es lo que en realidad es; una maldita jaula de cemento en medio de la podrida cuidad.
No supe qué hacer cuando llegué, es decir, ¿cómo se planea esto? Empecé por hacer lo que casi nunca hago: tender mi cama. Tomé las cobijas, las varias almohadas y cojines y traté de que pareciera que siempre hacía aquello, y me quedó bastante decente a decir verdad. Limpié la habitación, quemé viejas cartas de suicidio que jamás cumplieron su destino, poemas baratos y sin sentido, cartas de amor que jamás fueron entregadas por cupido. Me deshice de casi todos mis diarios y libretas, de cualquier forma, ¿quién lo iba a entender? Ya me imagino cómo sería eso: gente revisando mis libretas de apuntes y notas para culpar a alguien de mis adicciones, de mis errores, de mis decisiones y complejos. ¿Pero qué creen?, la culpable de todo eso, para esas horas, ya se habrá muerto.
La casa en general me ha quedado impecable; los pisos parece que nunca me han visto estar en ellos inconsciente por días, el baño parecía que nunca me había visto en él tratando de vomitar por horas o de ahogar mis sentimientos en la tina, las habitaciones, con la poca luz que aún tiene la tarde, parece que nunca me han visto estar más de 5 días seguidos sin dormir, desesperada hasta las lágrimas por la ansiedad y el insomnio, teniendo sexo con desconocidos por una dosis, por borracha, por pendeja. Todo parece tan normal, tan “de gente decente”, parece que no es mi casa.
Me siento en el sofá y saco mis caramelos, bastante ansiosa de probarlos, sobre todo a los nuevos aunque esos me dan algo de miedo. Ante mí tengo un enorme festín.
Pongo el Unknown Pleasures de Joy Division para darme algo de valor, ambiente o qué sé yo. Simplemente para no sentir la soledad del yonki que ya no se droga para socializar sino para no sentir, esa soledad que te da cuando te tomas una cerveza tras otra y no hay con quién compartirlas porque en realidad lo que quieres es ponerte hasta la madre, no hacer una puta fiesta. Esa soledad es tan rara, tan amarga y, sin embargo, cuando ya estás en este tipo de zapatos, ya la buscas porque hasta da vergüenza ser así. Pero ya qué se le va a hacer. Es el cuanto infinito de hacer lo que se hace por vergüenza de hacer lo que se hace, algo así como el alcohólico del cuento del Principito. Patético, ¿no?
Parto las líneas de mi hermosa Reina Blanca; ella es la única que me ha dado pila cuando la he necesitado, de amigos y familia hace tiempo que no espero ni recibo nada, pero con ella voy a lo seguro. ¿Estoy triste? Cocaína. ¿Deprimida? Cocaína. ¿Enojada? Cocaína. ¿No sé qué chingados tengo, quiero o necesito? Cocaína. Ésa es la respuesta más lúcida que he tenido desde hace años, y hace meses que no la veía. Cuando pasa tiempo de que no me visita y la pruebo de nuevo, es casi como si fuera la primera vez; la nariz se siente como si se derritiera, como si te hubieran dado un shock eléctrico por dentro de las fosas nasales. En los 5 minutos posteriores vas sintiendo cómo el corazón va subiendo de velocidad, cómo te vas despertando; es como si fuera la corriente a donde conectas el enchufe de tu cuerpo. Esos minutos que dura el efecto son tan preciados, son tan espléndidos… Después viene el inevitable bajón, bueno, inevitable si no tienes más polvo, si sí, puedes seguir la fiesta hasta que se acabe aquello. Cuando andaba hasta la madre de polvo con amigos, todos me decían que era el alma de la fiesta, pero no era así; yo era como el cuerpo poseído por ella, yo sólo era así cuando estaba bajo sus efectos. Era como cuando Superman se ponía su traje; cambiaba de ser un puto ratón de biblioteca anónimo y perdedor, a ser un superhéroe que era capaz de salvar el mundo, sólo que en mi caso lo único que trataba de salvar era a mí misma. ¡Vaya forma de querer salvarme! Poco a poco el superhéroe en el que creía que me convertía necesitaba más y más porquerías para ser siquiera una mínima parte de lo que era al principio, para ser la chafa imitación de un ser humano “feliz”.
En fin, esos tiempos ya fueron, y ahora regresé a ser como Clark Kent pero sin las posibilidades de ser un héroe. Sólo soy un tímido Clark Kent con los recuerdos de lo que un día fue o creyó ser. Mi kryptonita es ser yo, y contra eso no hay cura ni remedio.
Como sea, ahora me reúno de nuevo con el mejor polvo de mi vida, literalmente. Siento el subidón de energía que sale de no sé dónde si hasta hace unos minutos era yo un ejemplo de lo que es ser un zombie. Una enorme sonrisa se dibuja automáticamente en mi cara. La felicidad es tal, que por un momento me da energía hasta para decidir vivir un día más, pero no, esta vez no. Hoy quiero que sea la última vez pero también quiero que no la vuelva a necesitar, y la única forma de que eso suceda es que las dos nos vayamos al mismo tiempo.
Saco el otro polvo blanco, ese polvo al que le he tenido miedo toda mi vida. No sé cómo es que jamás lo había probado si los “amigos” que había tenido en los últimos años siempre la consumían, y lo que es más, me querían obligar a acompañarles en su viaje. Me prometían que era lo mejor del mundo, que la coca era una mierda a su lado, que no iba a probar nada mejor. Pero todo eso me lo decían mientras yo veía sus brazos con piquetes rojos y morados de tanto arponazo que se ponían, todo eso me lo decían mientras yo podía olfatear el nauseabundo olor de sus casas, sus cuerpos, su ropa, su aliento, su cabello. Muchos de ellos tenían días, si no es que semanas, encerrados sin comer o tomar casi nada y sin más que hacer estarse arponeando para anestesiar no sé qué en ellos. Después de eso quedaban inconscientes y, los que corrían con suerte, se desmayaban a tal grado que ni su propio vómito los despertaba y simplemente se quedaban en el viaje; los otros, los más desafortunados, despertaban de su lapsus para volver a buscar una dosis y seguir en el infierno que provoca la heroína. Ya nada más me llegaba la nueva de que fulano o zutano se había ahogado en sus propios fluidos, pero ya no era raro oír de eso entre la fina gente con la que me juntaba.
Y ahí estaba yo, por primera vez frente a la cuchara, la jeringa y la heroína. Esta vez la dosis no era para uno de mis tantos novios drogadictos y con aires de rockstar ni para un amigo de esos que me hice en el camino, esta vez era para mí, y como la vida se trata de ironías, en el reproductor puedo oír a Ian Curtis cantando Insight, y parece que es a mí a quien le dice “I’m not afraid any more”. Entonces pienso “yo tampoco tengo miedo”.
Espero a que inicie la siguiente canción: New Dawn Fades, sigo los pasos que muy bien aprendí en este tiempo, tomo la jeringa y respiro profundo. Nunca le he tenido miedo a las jeringas o a la sangre, mis brazos llenos de marcas por navajas lo pueden confirmar. El miedo no es tampoco a morir, es más, ni siquiera es miedo, es la incertidumbre de no saber qué hay -más allá-. Me gusta pensar que hay algo más, y que eso que hay, sea lo que sea, es mejor que lo que dejo aquí, de lo contrario vaya que me decepcionaré. Pero ya qué, jamás sabré si no dejo de pensar en ello, a iniciar el viaje.
Busco una vena en mi brazo izquierdo, meto la delgada cánula de la jeringa poco a poco y de inmediato veo cómo mi sangre entra en ella sólo para un segundo después, mientras inyecto aquello, regresa de donde salió.
Justo ahí es donde sé que no hay vuelta atrás, lo que me metí es como para matar a 3 hombres, y más a alguien que nunca ha consumido esto antes. No tengo la más mínima resistencia, ¿pero saben qué? Era cierto lo que decían, es el mayor placer que he sentido en la vida, mucho más que con la Reina Blanca o María. En los últimos cinco segundos de conciencia alcanzo a escuchar, casi de forma distorsionada y en eco, la voz de Ian de nuevo: “She's lost control again. She's lost control…”