Entre un mar de gente rara, ellos eran raros en verdad y, como así es la vida, se tuvieron que encontrar.
Él, Carlos, “Charlie” pa’ los cuates; uno de esos tipos sabelotodo con ideas que rayan entre lo intelectual y lo presuntuoso, entre lo lógico y lo drogadicto. Uno de esos chicos demasiado flojos como para prepararse el desayuno, tanto, que prefería no desayunar. Ya saben…
Ella, Gloria, “Glo” para los pocos afortunados que se hacían sus amigos; una de esas muchachas que sueñan mucho pero duermen poco, demasiado poco, de hecho. De esas que piensan en mucho pero no dicen casi nada, más que nada porque no les interesa hablar.
Era obvio que dos personas así se tenían que encontrar en la vida, es como saber el final de una película a los 10 minutos de empezar a verla; así de predecible.
No iban a la misma escuela, no vivían por los mismos lugares, es más, ni siquiera tenían conocidos en común. Simplemente un día, mientras ella esperaba el bus, él llegó a sentarse a la misma banca. Al principio, Gloria no lo notó mucho, sobre todo porque ella casi nunca notaba nada; Glo siempre estaba en su mundo, en sus cosas, y todo lo que pasara afuera de eso era menos que importante para ella. Pero luego, como si se tratara de algún tipo de magia, el perfume de Carlos, un perfume con toques maderosos y ligeros aires florales, inundaron la nariz de Gloria y, como que disimuladamente, Gloria volteó de reojo a mirar a aquél extraño espécimen que estaba, según parecía, dormido a su lado. Cuando se dio cuenta de que el tipo dormía cual princesa de Disney, decidió mirarlo cínicamente, como si lo tratara de reconocer de algún lado, de algún sueño quizá.
Miró fijamente el rostro de Carlos que se apoyaba en su mano derecha. Miró cómo se le dibujaban unas leves pecas cafés en los cachetes y la nariz. Vio detenidamente un lunar de un café más oscuro que se le dibujaba en la mejilla izquierda, los labios rosas casi rojizos que se entreabrían para respirar, la nariz medio respingada y pequeña, los dos grandes dientes blancos frontales que se asomaban entre sus labios; parecidos a los suyos. Veía la quijada casi cuadrada, como de hombre serio que, a su vez, tenía las facciones de un niño pequeño.
Le miraba todo con detención, como si viera una pintura de Van Gogh. Veía sus largos cabellos que, aprisionados bajo un gorrito gris, trataban de moverse al viento pero no podían. Hasta que llegó a sus ojos y, aunque para su sorpresa y miedo, la miraban también a ella, los siguió viendo. Unos ojos de un color extraño que ella no podía descifrar. No eran verdes ni cafés, “¡Ámbar!”, pensó, aunque después pensó que eran más un color avellana. Las pestañas medio largas, medio rizadas, medio tristes; sus ojos eran algo tristes, pero Gloria simplemente no podía dejar de verlos.
Y así podía haberse pasado toda una vida; contemplando cada línea y cada peca, midiendo cada pestaña y los bordes de sus pobladas cejas. Y a decir verdad, él la miraba con la misma curiosidad y atracción. Le miraba el cabello rebelde que, a diferencia del suyo, bailaba al viento cual hippie en festival. Veía las simpáticas -aunque casi invisibles- pecas que se dibujaban en sus delgaduchas mejillas. Veía una coqueta sonrisa vestida de rojo que dejaba ver sus curiosos dientes frontales, una nariz pequeñita, una barbilla breve. No podía ver muy bien sus ojos porque el flequillo que ella portaba se lo impedía, pero miraba un cierto brillo que se asomaba de ellos.
Hubiera resultado demasiado perfecto que estos seres raros y como mandados a hacer el uno para el otro se hubieran siquiera hablado. Pero no, la gente rara no hace eso.
Ellos sólo se miraron como locos, en exceso, como si con ello se hicieran el amor aunque no supieran siquiera sus nombres. Quién sabe qué hubiera sido si ellos hubieran sido un poco más normales y se hubieran dicho aunque sea un “hola”, un “¿cómo te llamas?”, quién sabe...
Tal vez hoy ella estaría dibujando esas mismas facciones de niño con sus propios dedos, tal vez él estaría acariciándole sus oscuros cabellos reposando en su desnudo pecho. Tal vez ella ya sabría el color exacto de sus ojos, tal vez él sabría cómo son los suyos. Tal vez ella le prepararía el desayuno en las mañanas, tal vez él le cantaría para provocarle sueño.
Pero eso no siempre pasa. Ellos se encontraron, sí, pero sólo por un momento.
Ella sigue con insomnio y él sigue pasando hambre en las mañanas.