El tiempo pasó y su perfume caro se difuminó por completo del suéter con el que ella durmió por última vez. La almohada ya también ha perdido el olor de su shampoo y ese otro olor dulce que parecía siempre tener pegado en la piel. Yo aún no pierdo la costumbre de mirar a su lado de la cama todas las noches, ni he dejado de abrazar su almohada, como si quisiera encontrarla a ella de nuevo. No pude con su realidad, pero ahora la mía tampoco me cuadra.
De lejitos y sin conocerla era mejor, todo es mejor cuando no conoces las cosas lo suficiente como para después necesitarlas. Y lo peor es necesitarlas y no entenderlas, ¿pero no son así todas las mujeres? Ella lo era, y era de las más extrañas. Las pequeñas cosas que amaba de ella cuando recién entró a mi vida fueron las que después me desesperaban, pero como ella una vez me dijo: “ni te pienses que voy a cambiar”. Y no, no lo hizo. En cambio yo lo hice, cambié mucho, y la necesitaba a ella, pero de otra manera más simple. La necesitaba de la manera en la que no me rompiera el corazón con su distanciamiento emocional. La necesitaba en la forma en que ambos pusiéramos de nuestra parte, en donde ambos nos sintiéramos amados, de esa manera. Pero ella, como dije, era tan extraña, y en su realidad lo normal era el egoísmo.
De su voz jamás escuché un “perdóname”, un “lo siento” o un “discúlpame”, ni siquiera un “no fue adrede”. Nada de eso. Jamás se disculpó por ser quien era, incluso cuando se dedicaba enteramente a ser una hija de puta. Jamás parecía tener empatía por mí, que cambié al grado de saber que yo tenía que acercarme a ella para que lo nuestro ‘funcionara’ después de que ella me había lastimado a mí. Al principio me pareció de lo más normal, es decir “mujeres”, a ellas no había que entenderlas, sino amarlas, supuestamente… pero después, después todo empeoró. Me hacía sentir poco para ella, poco para todos, poco hasta para seguir viviendo.
“¿Por qué no me quiere?”, me auto-preguntaba frecuentemente. Me hacía miserable cada que a ella se le daba la gana. Y si se preguntan por qué aún así seguí tanto tiempo con ella, es porque uno se hace adicto a esa clase de mierdas, sin mencionar que tenía un encanto muy de ella para contentarme sin siquiera admitir culpas o errores. Ella simplemente se acurrucaba junto a mí cuando yo pretendía leer. No decía nada, sólo me abrazaba y me acariciaba como si fuera yo su cachorro. Me llenaba de besos los brazos y el pecho, y me decía muy despacito: “te quiero”. Y por más que me quería hacer del rogar, no podía; inmediatamente la miraba y sonreía. Entonces ella ganaba otra batalla en la que, por supuesto, yo ni siquiera había tenido una oportunidad.
Y es raro, porque en esos días en que me hacía sentir mal, incluso en los más fríos de su parte, trataba de imaginar cómo sería vivir sin ella, cómo sería si ella saliera de mi vida de una vez por todas. Trataba de pensar en cómo sería si yo la dejara ir en esos arranques en los que hacía maletas y yo le rogaba que no lo hiciera. Pensaba y pensaba en cómo hubiera sido, y siempre imaginaba dos escenarios, o yo terminaba encontrando a una ‘mejor mujer’ y siendo muy feliz para siempre, o terminaba muerto sin ella. Ahora, sin sus luces por acá, no sé decir de qué estoy más cerca…
Mi vida se ha convertido en un limbo en el que de pronto me doy cuenta de que pasé del lunes al viernes en un suspiro. No hago mucho de nada, no hablo mucho con nadie. Me he recluido, no sólo en mi casa, sino en la sala. Pocas veces duermo en mi propia cama, ya no me gusta despertar buscándola y tener esa sensación de vacío en el estómago.
Los fines de semana a veces son de lo peor, cuando logro huir de mis amigos tratando de ‘ayudarme’ y me quedo en casa, me quedo mirando por la ventana como ella lo hacía. Y, mientras el sol se escondía de a poco en las tardes, siempre me decía o decía para sí misma: “¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.” Y yo la miraba desde el sofá, sonriendo, imaginándola en su propio planeta como el Principito. La imaginaba viendo las 43 puestas de sol que el Principito vio en aquella ocasión en la que estaba verdaderamente triste, muy, muy triste. La imaginaba así de dulce siempre, así de tierna, así de sensible. Esos días en los que hacía lo de las puestas de sol, eran los días en que de verdad demostraba que me quería. Me abrazaba todo el día y me hacía el amor toda la noche. No sé exactamente la relación entre esos hechos, pero supongo que simplemente amanecía de ese humor, amanecía sensible y por eso estaba triste, y por eso ese día me quería, y por eso en esas noches me amaba. Amaba esos días.
Y aunque después los odié un poco, también amaba en principio los días en que no decía nada, los días en lo que caso no cruzábamos palabra. Los días en los que se quedaba en su lado del sofá con los audífonos como pegados a sus oídos, como si de ellos dependiera su oxígeno. Su mirada se vaciaba y también se vaciaba la cajetilla de cigarros. La habitación se llenaba de un humo azul que a veces, incluso, atenuaba la luz del foco. “Sal a fumar a la azotea”, le dije un día, y ella salió sin decir absolutamente nada. Tomó su pequeña mochila, los cigarros y el encendedor y entonces salía. Salía por dos o tres días, y después regresaba como si nada. Nunca pregunté a dónde iba, me daba miedo saber la respuesta. Sólo me limitaba a decirle que me había preocupado, y después de que hiciera eso más de un par de veces, dejé de pedirle que saliera a fumar, preferí aguantar el humo de segunda mano que estar pensando en dónde estaba mi chica.
Pero hubo muchos más días buenos que malos en realidad, a pesar de todo lo que pueda parecer. Es sólo que cuando uno quiere olvidar o reemplazar un recuerdo difícil, prefiere hablar de lo malo, es como decir “si estaba así de mal, ahora estoy mejor”. Es como un consuelo de tontos el pretender pensar de esa manera, pero aún así funciona, o aún así lo intento hacer funcionar.
Intento pensar que estoy mucho mejor solo, que no la necesito para nada, que la mayoría de los días con ella fueron malos, que ni me gustaban tanto sus besos, que no me hacen falta sus abrazos. Trato de convencerme de que no amé su sonrisa ni su cabello castaño en mi pecho, que no me gustaba que rasguñara espalda y que jugara con los vellos de mis brazos y mis dedos. Trato de pensar que estoy mejor ahora, que el problema era siempre ella, que no la extraño y que un día la olvidaré por completo. Trato, trato. Trato pero no logro nada y, en cambio, me pongo a mirar las tardes morir, porque, ¿saben?, cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.
De lejitos y sin conocerla era mejor, todo es mejor cuando no conoces las cosas lo suficiente como para después necesitarlas. Y lo peor es necesitarlas y no entenderlas, ¿pero no son así todas las mujeres? Ella lo era, y era de las más extrañas. Las pequeñas cosas que amaba de ella cuando recién entró a mi vida fueron las que después me desesperaban, pero como ella una vez me dijo: “ni te pienses que voy a cambiar”. Y no, no lo hizo. En cambio yo lo hice, cambié mucho, y la necesitaba a ella, pero de otra manera más simple. La necesitaba de la manera en la que no me rompiera el corazón con su distanciamiento emocional. La necesitaba en la forma en que ambos pusiéramos de nuestra parte, en donde ambos nos sintiéramos amados, de esa manera. Pero ella, como dije, era tan extraña, y en su realidad lo normal era el egoísmo.
De su voz jamás escuché un “perdóname”, un “lo siento” o un “discúlpame”, ni siquiera un “no fue adrede”. Nada de eso. Jamás se disculpó por ser quien era, incluso cuando se dedicaba enteramente a ser una hija de puta. Jamás parecía tener empatía por mí, que cambié al grado de saber que yo tenía que acercarme a ella para que lo nuestro ‘funcionara’ después de que ella me había lastimado a mí. Al principio me pareció de lo más normal, es decir “mujeres”, a ellas no había que entenderlas, sino amarlas, supuestamente… pero después, después todo empeoró. Me hacía sentir poco para ella, poco para todos, poco hasta para seguir viviendo.
“¿Por qué no me quiere?”, me auto-preguntaba frecuentemente. Me hacía miserable cada que a ella se le daba la gana. Y si se preguntan por qué aún así seguí tanto tiempo con ella, es porque uno se hace adicto a esa clase de mierdas, sin mencionar que tenía un encanto muy de ella para contentarme sin siquiera admitir culpas o errores. Ella simplemente se acurrucaba junto a mí cuando yo pretendía leer. No decía nada, sólo me abrazaba y me acariciaba como si fuera yo su cachorro. Me llenaba de besos los brazos y el pecho, y me decía muy despacito: “te quiero”. Y por más que me quería hacer del rogar, no podía; inmediatamente la miraba y sonreía. Entonces ella ganaba otra batalla en la que, por supuesto, yo ni siquiera había tenido una oportunidad.
Y es raro, porque en esos días en que me hacía sentir mal, incluso en los más fríos de su parte, trataba de imaginar cómo sería vivir sin ella, cómo sería si ella saliera de mi vida de una vez por todas. Trataba de pensar en cómo sería si yo la dejara ir en esos arranques en los que hacía maletas y yo le rogaba que no lo hiciera. Pensaba y pensaba en cómo hubiera sido, y siempre imaginaba dos escenarios, o yo terminaba encontrando a una ‘mejor mujer’ y siendo muy feliz para siempre, o terminaba muerto sin ella. Ahora, sin sus luces por acá, no sé decir de qué estoy más cerca…
Mi vida se ha convertido en un limbo en el que de pronto me doy cuenta de que pasé del lunes al viernes en un suspiro. No hago mucho de nada, no hablo mucho con nadie. Me he recluido, no sólo en mi casa, sino en la sala. Pocas veces duermo en mi propia cama, ya no me gusta despertar buscándola y tener esa sensación de vacío en el estómago.
Los fines de semana a veces son de lo peor, cuando logro huir de mis amigos tratando de ‘ayudarme’ y me quedo en casa, me quedo mirando por la ventana como ella lo hacía. Y, mientras el sol se escondía de a poco en las tardes, siempre me decía o decía para sí misma: “¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.” Y yo la miraba desde el sofá, sonriendo, imaginándola en su propio planeta como el Principito. La imaginaba viendo las 43 puestas de sol que el Principito vio en aquella ocasión en la que estaba verdaderamente triste, muy, muy triste. La imaginaba así de dulce siempre, así de tierna, así de sensible. Esos días en los que hacía lo de las puestas de sol, eran los días en que de verdad demostraba que me quería. Me abrazaba todo el día y me hacía el amor toda la noche. No sé exactamente la relación entre esos hechos, pero supongo que simplemente amanecía de ese humor, amanecía sensible y por eso estaba triste, y por eso ese día me quería, y por eso en esas noches me amaba. Amaba esos días.
Y aunque después los odié un poco, también amaba en principio los días en que no decía nada, los días en lo que caso no cruzábamos palabra. Los días en los que se quedaba en su lado del sofá con los audífonos como pegados a sus oídos, como si de ellos dependiera su oxígeno. Su mirada se vaciaba y también se vaciaba la cajetilla de cigarros. La habitación se llenaba de un humo azul que a veces, incluso, atenuaba la luz del foco. “Sal a fumar a la azotea”, le dije un día, y ella salió sin decir absolutamente nada. Tomó su pequeña mochila, los cigarros y el encendedor y entonces salía. Salía por dos o tres días, y después regresaba como si nada. Nunca pregunté a dónde iba, me daba miedo saber la respuesta. Sólo me limitaba a decirle que me había preocupado, y después de que hiciera eso más de un par de veces, dejé de pedirle que saliera a fumar, preferí aguantar el humo de segunda mano que estar pensando en dónde estaba mi chica.
Pero hubo muchos más días buenos que malos en realidad, a pesar de todo lo que pueda parecer. Es sólo que cuando uno quiere olvidar o reemplazar un recuerdo difícil, prefiere hablar de lo malo, es como decir “si estaba así de mal, ahora estoy mejor”. Es como un consuelo de tontos el pretender pensar de esa manera, pero aún así funciona, o aún así lo intento hacer funcionar.
Intento pensar que estoy mucho mejor solo, que no la necesito para nada, que la mayoría de los días con ella fueron malos, que ni me gustaban tanto sus besos, que no me hacen falta sus abrazos. Trato de convencerme de que no amé su sonrisa ni su cabello castaño en mi pecho, que no me gustaba que rasguñara espalda y que jugara con los vellos de mis brazos y mis dedos. Trato de pensar que estoy mejor ahora, que el problema era siempre ella, que no la extraño y que un día la olvidaré por completo. Trato, trato. Trato pero no logro nada y, en cambio, me pongo a mirar las tardes morir, porque, ¿saben?, cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.