Supe que lo quería allí, en medio de una fiesta, en medio del humo azulino de cigarrillos y botellas de alcohol. En medio de la gente que hablaba de estupideces como de quién había cogido con quién en el baño y quién se había metido una línea de coca en el jardín. En medio de la música y la algarabía de gente que no sabe por qué vive o para qué, allí lo supe. Lo supe porque entre todo el ruido y la, aunque mala, abundante compañía, pensaba en él. Pensaba en qué estaría haciendo ese sábado por la noche. Pensaba en que tal vez estaría en su casa haciendo tareas o, tal vez, descansando de una pesada semana en la universidad.
Pensaba en que tal vez estaba recostado en su cama, escuchando música con los audífonos colgándole de los oídos, o tal vez estaba mirando Los Simpson, riendo levemente con esos labios delgados que le forman dos leves comillas al sonreír. Pensaba en él como preocupada, interesada en saber qué hacía, sólo por saber y nada más.
¿En qué piensas?, me preguntó una amiga con aliento a vodka. En nada, le contesté, pero en mi cabeza respondí que en él, en si sonreía o dormía, en si ya habría cenado o si estaba triste, pero no dije nada. Uno no puede hablar de esas cosas en una fiesta llena de gente vacía o, en su caso, gente que pretende estar vacía para entonces poder llenarse de sustancias.
Me levanté del sillón y salí al jardín en donde sólo unas cinco personas estaban reunidas alrededor de una mesita blanca. Yo me senté por la piscina. Quité mis zapatos y metí los pies en ella, me apoyé con las manos entre la orilla de azulejos azules y el pasto. Olí el rocío de la noche fresca, la hierba recién cortada y otro olor extraño, no malo, pero desconocido. Un olor como el que no tiene nombre pero tiene fecha y recuerdos, el olor de algo que sabes que vas a guardar en tu memoria para siempre. Olor a eternidad, tal vez, olor a saber que quieres a alguien, así, de la nada. Olor a aceptar dentro de ti, aunque no se lo digas a nadie, que una persona ha ocupado por fin tu corazón después de tiempo de estar solo, vacío y deshabitado.
La mala música de adentro apenas si se oía a través de las puertas de vidrio que separaban la sala del jardín. Las ondas sonoras se descomponían al cruzar ese cristal, apenas si se oían los sonidos bajos y graves, y más que música parecía el latir de un corazón triste y gigante que apenas si puede bombear sangre. Las voces de los chicos bailando, fumando y, presuntamente, riendo, apenas si se escuchaban de entre todo el demás ruido. Se oían como si hablaran y gritaran debajo del agua, como si fuera todo un sueño vago y extasiado. Adentro todos parecían pertenecer al mismo club de desinteresados y apáticos que sólo quieren un día a la semana para olvidar cosas o, algunos otros, sólo quieren un sábado para recordar, y los demás días se la viven como zombies; adormecidos y soñolientos.
Y entonces recordé que así era yo, o tal vez lo seguía siendo, aunque ahora ese ritual adolescente no iba conmigo y me parecía de lo más trivial. Ya no era una puberta, ni tampoco el retrato de la madurez, pero es que simplemente no podía seguir en eso. Las fiestas, la mala música y la corrupta compañía ya no me llenaban, y el claro ejemplo es que estaba allí pensando en alguien que, muy probablemente, había pasado por lo mismo que yo en alguna ocasión, la diferencia es que él tuvo la cabeza para entonces centrarse, y yo no. Yo estaba ahí con los pies mojados, pensando en él sentada a la orilla de una calma piscina azul mientras adentro todos parecían pasar el momento de sus vidas.
¿Y si ese era el momento de mi vida? Tal vez lo era, tal vez. Quizá saber que alguien estaba presente en mí, aunque lejos, era el momento de mi vida. Quizá esos momentos en donde experimentas ciertos sentimientos son en realidad los ratitos de vida que valen la pena. Como fuera, yo me sentía extrañamente feliz y triste al mismo tiempo, estaba en una ambivalencia emocional.
La ambivalencia venía porque hacía mucho que ni siquiera podía sentirme realmente enlazada a una persona, ya saben, esa conexión “especial” en donde sientes que, aunque sea por un momento, están hechos el uno para el otro. Me sentía fuera de mi elemento con él. Y, por otro lado, estaba aterrada, ya que sabía de antemano que mis posibilidades con ese chico eran nulas. O menos que nulas.
Y es que cómo alguien como yo iba a estar con alguien como él. No, así no es la vida. Las personas como yo van de persona en persona, toman lo mejor de cada una y al final, como un mal truco de magia, lo arruinamos todo hasta que eso que era bueno se convierte en malo. Todo se torna aburrido y gris, complejo y tedioso; entonces pasamos a otra persona, o continuamos en relaciones tóxicas hasta que la otra persona se harta y se va. Así es siempre con la gente como yo.
Pero con él no quería eso. No quería ser una mancha en su historial, no quería aburrirlo, llenarlo de dudas, de malos ratos y de recuerdos dignos de olvidar. También por eso supe que lo quería, que lo quería más que a ninguna otra persona en el mundo. Que lo quería sin motivos y sin condición de absolutamente nada.
Con él volví a querer como quiere un niño; sin maldad en las intenciones, sin egos de adultos y sin condiciones u orgullos. Lo quería porque sí, lo quería porque podía y porque, de algún modo, sabía que él tenía la cura a este malestar que siempre tenía en el pecho. Siempre tenía esta nostalgia atrapada entre los pulmones y la garganta, algún tipo de melancolía, siempre me sentía lejana. Sabía que él podía curarme de eso, porque si había podido meterse tan cómodamente en mi corazón y mi mente, podría, sin dudas, curarme de eso y más. Ayudarme a ser feliz, quizá.
Pero, ¿y si no soy lo suficiente para él?, ¿y si él busca “algo más”?, ¿y si lo echo todo a perder, como siempre?, eran las preguntas que me detenían. Toda mi vida me detuve por mí misma, por no lastimarme, por no arriesgar; ahora me detenía por él, porque de tanto que le quería, que deseaba lo mejor para ese muchacho de ojos cafés, aunque obviamente eso implicara que yo nunca apareciera en su vida.
Tal vez así era mejor, después de todo, pensé, ese amor de niño, ese amor inocente que sentía y aún siento por él no se ve a diario; no quería ensuciar ese sentimiento. Me sentía plena de alguna manera, sólo por quererlo así. Sentía como si estuviera haciendo lo correcto, aunque nadie más lo supiera. Como cuando haces algo bueno sólo por hacerlo, sin esperar que la gente te lo aplauda o las miradas ajenas te lo reconozcan.
Estaba allí, sentada pensando en todo eso, cuando mi amiga abrió las puertas de cristal enmarcadas de un plástico negro.
-¿Qué haces? -me preguntó.
-Nada, escucho música -levanté mis audífonos del piso aunque en realidad no tocaban nada-. En un momento entro -le dije para que se volviera adentro y me dejara a solas.
Ella me miró con ternura, como si supiera lo que pasaba por mi mente. Como si por los ojos se me escapara un “lo quiero tanto…”, como si ella hubiera pasado por algo así y ahora sabía qué me sucedía. Pero no dijo más, aunque dudó un momento en decir algo o caminar hacia mí.
Decidió sólo decirme vale e irse, de cualquier forma debió imaginar que yo no quería hablar de ello. Dio la media vuelta y, con un caminar entorpecido por el alcohol, entró de nuevo y cerró las puertas. Escuché de nuevo a la gente riendo bajo el agua, al corazón gigante moribundo.
Miré al cielo, sorprendentemente despejado en una noche de febrero. Pensé entonces que tal vez él estaría viéndolo desde su ventana, pensando en quién sabe qué. Pensando en alguien más, pensando en sus clases del lunes, pensando en esas cosas que sé que no le cuenta a nadie, pensando en mí, pensando en la nada. Pensando solamente. Pensé también que, tal vez, en una ciudad lejana o en la misma calle, en algún otro país o en un continente diferente, estaba una chica pensando y sintiendo exactamente lo mismo que yo. Y tal vez en otras tierras, en alguna estrella o planeta lejano, habría un chico como él pensando en alguien como yo. O quizá, en otra dimensión, alguien como yo podía, felizmente, estar con alguien como él.
Entonces sonreí ante la posibilidad de que, entre tantos miles de millones de estrellas, constelaciones y planetas, en algún lado del universo, un lado que aún no conocemos, hay dos personas como él y como yo que rompen el molde y pueden estar juntos. Dos números primos perdidos pero encontrados, aún sin importar si se interpone un número par. Así, feliz de sólo pensar aquello, puse mis audífonos en mis oídos, me recosté en la hierba de alrededor de la piscina sin sacar mis pies del agua. Miré al vació del cielo, ese vacío a la vez tan lleno. Miré a las estrellas. En mis oídos se escuchaba ‘Preludio’, de Hacia Dos Veranos. Las pocas nubes grisáceas en el cielo negro se movían con lentitud a falta de un viento fuerte, la música inundaba mis oídos, y el espacio y sus probabilidades inundaban mi corazón.
Pensaba en que tal vez estaba recostado en su cama, escuchando música con los audífonos colgándole de los oídos, o tal vez estaba mirando Los Simpson, riendo levemente con esos labios delgados que le forman dos leves comillas al sonreír. Pensaba en él como preocupada, interesada en saber qué hacía, sólo por saber y nada más.
¿En qué piensas?, me preguntó una amiga con aliento a vodka. En nada, le contesté, pero en mi cabeza respondí que en él, en si sonreía o dormía, en si ya habría cenado o si estaba triste, pero no dije nada. Uno no puede hablar de esas cosas en una fiesta llena de gente vacía o, en su caso, gente que pretende estar vacía para entonces poder llenarse de sustancias.
Me levanté del sillón y salí al jardín en donde sólo unas cinco personas estaban reunidas alrededor de una mesita blanca. Yo me senté por la piscina. Quité mis zapatos y metí los pies en ella, me apoyé con las manos entre la orilla de azulejos azules y el pasto. Olí el rocío de la noche fresca, la hierba recién cortada y otro olor extraño, no malo, pero desconocido. Un olor como el que no tiene nombre pero tiene fecha y recuerdos, el olor de algo que sabes que vas a guardar en tu memoria para siempre. Olor a eternidad, tal vez, olor a saber que quieres a alguien, así, de la nada. Olor a aceptar dentro de ti, aunque no se lo digas a nadie, que una persona ha ocupado por fin tu corazón después de tiempo de estar solo, vacío y deshabitado.
La mala música de adentro apenas si se oía a través de las puertas de vidrio que separaban la sala del jardín. Las ondas sonoras se descomponían al cruzar ese cristal, apenas si se oían los sonidos bajos y graves, y más que música parecía el latir de un corazón triste y gigante que apenas si puede bombear sangre. Las voces de los chicos bailando, fumando y, presuntamente, riendo, apenas si se escuchaban de entre todo el demás ruido. Se oían como si hablaran y gritaran debajo del agua, como si fuera todo un sueño vago y extasiado. Adentro todos parecían pertenecer al mismo club de desinteresados y apáticos que sólo quieren un día a la semana para olvidar cosas o, algunos otros, sólo quieren un sábado para recordar, y los demás días se la viven como zombies; adormecidos y soñolientos.
Y entonces recordé que así era yo, o tal vez lo seguía siendo, aunque ahora ese ritual adolescente no iba conmigo y me parecía de lo más trivial. Ya no era una puberta, ni tampoco el retrato de la madurez, pero es que simplemente no podía seguir en eso. Las fiestas, la mala música y la corrupta compañía ya no me llenaban, y el claro ejemplo es que estaba allí pensando en alguien que, muy probablemente, había pasado por lo mismo que yo en alguna ocasión, la diferencia es que él tuvo la cabeza para entonces centrarse, y yo no. Yo estaba ahí con los pies mojados, pensando en él sentada a la orilla de una calma piscina azul mientras adentro todos parecían pasar el momento de sus vidas.
¿Y si ese era el momento de mi vida? Tal vez lo era, tal vez. Quizá saber que alguien estaba presente en mí, aunque lejos, era el momento de mi vida. Quizá esos momentos en donde experimentas ciertos sentimientos son en realidad los ratitos de vida que valen la pena. Como fuera, yo me sentía extrañamente feliz y triste al mismo tiempo, estaba en una ambivalencia emocional.
La ambivalencia venía porque hacía mucho que ni siquiera podía sentirme realmente enlazada a una persona, ya saben, esa conexión “especial” en donde sientes que, aunque sea por un momento, están hechos el uno para el otro. Me sentía fuera de mi elemento con él. Y, por otro lado, estaba aterrada, ya que sabía de antemano que mis posibilidades con ese chico eran nulas. O menos que nulas.
Y es que cómo alguien como yo iba a estar con alguien como él. No, así no es la vida. Las personas como yo van de persona en persona, toman lo mejor de cada una y al final, como un mal truco de magia, lo arruinamos todo hasta que eso que era bueno se convierte en malo. Todo se torna aburrido y gris, complejo y tedioso; entonces pasamos a otra persona, o continuamos en relaciones tóxicas hasta que la otra persona se harta y se va. Así es siempre con la gente como yo.
Pero con él no quería eso. No quería ser una mancha en su historial, no quería aburrirlo, llenarlo de dudas, de malos ratos y de recuerdos dignos de olvidar. También por eso supe que lo quería, que lo quería más que a ninguna otra persona en el mundo. Que lo quería sin motivos y sin condición de absolutamente nada.
Con él volví a querer como quiere un niño; sin maldad en las intenciones, sin egos de adultos y sin condiciones u orgullos. Lo quería porque sí, lo quería porque podía y porque, de algún modo, sabía que él tenía la cura a este malestar que siempre tenía en el pecho. Siempre tenía esta nostalgia atrapada entre los pulmones y la garganta, algún tipo de melancolía, siempre me sentía lejana. Sabía que él podía curarme de eso, porque si había podido meterse tan cómodamente en mi corazón y mi mente, podría, sin dudas, curarme de eso y más. Ayudarme a ser feliz, quizá.
Pero, ¿y si no soy lo suficiente para él?, ¿y si él busca “algo más”?, ¿y si lo echo todo a perder, como siempre?, eran las preguntas que me detenían. Toda mi vida me detuve por mí misma, por no lastimarme, por no arriesgar; ahora me detenía por él, porque de tanto que le quería, que deseaba lo mejor para ese muchacho de ojos cafés, aunque obviamente eso implicara que yo nunca apareciera en su vida.
Tal vez así era mejor, después de todo, pensé, ese amor de niño, ese amor inocente que sentía y aún siento por él no se ve a diario; no quería ensuciar ese sentimiento. Me sentía plena de alguna manera, sólo por quererlo así. Sentía como si estuviera haciendo lo correcto, aunque nadie más lo supiera. Como cuando haces algo bueno sólo por hacerlo, sin esperar que la gente te lo aplauda o las miradas ajenas te lo reconozcan.
Estaba allí, sentada pensando en todo eso, cuando mi amiga abrió las puertas de cristal enmarcadas de un plástico negro.
-¿Qué haces? -me preguntó.
-Nada, escucho música -levanté mis audífonos del piso aunque en realidad no tocaban nada-. En un momento entro -le dije para que se volviera adentro y me dejara a solas.
Ella me miró con ternura, como si supiera lo que pasaba por mi mente. Como si por los ojos se me escapara un “lo quiero tanto…”, como si ella hubiera pasado por algo así y ahora sabía qué me sucedía. Pero no dijo más, aunque dudó un momento en decir algo o caminar hacia mí.
Decidió sólo decirme vale e irse, de cualquier forma debió imaginar que yo no quería hablar de ello. Dio la media vuelta y, con un caminar entorpecido por el alcohol, entró de nuevo y cerró las puertas. Escuché de nuevo a la gente riendo bajo el agua, al corazón gigante moribundo.
Miré al cielo, sorprendentemente despejado en una noche de febrero. Pensé entonces que tal vez él estaría viéndolo desde su ventana, pensando en quién sabe qué. Pensando en alguien más, pensando en sus clases del lunes, pensando en esas cosas que sé que no le cuenta a nadie, pensando en mí, pensando en la nada. Pensando solamente. Pensé también que, tal vez, en una ciudad lejana o en la misma calle, en algún otro país o en un continente diferente, estaba una chica pensando y sintiendo exactamente lo mismo que yo. Y tal vez en otras tierras, en alguna estrella o planeta lejano, habría un chico como él pensando en alguien como yo. O quizá, en otra dimensión, alguien como yo podía, felizmente, estar con alguien como él.
Entonces sonreí ante la posibilidad de que, entre tantos miles de millones de estrellas, constelaciones y planetas, en algún lado del universo, un lado que aún no conocemos, hay dos personas como él y como yo que rompen el molde y pueden estar juntos. Dos números primos perdidos pero encontrados, aún sin importar si se interpone un número par. Así, feliz de sólo pensar aquello, puse mis audífonos en mis oídos, me recosté en la hierba de alrededor de la piscina sin sacar mis pies del agua. Miré al vació del cielo, ese vacío a la vez tan lleno. Miré a las estrellas. En mis oídos se escuchaba ‘Preludio’, de Hacia Dos Veranos. Las pocas nubes grisáceas en el cielo negro se movían con lentitud a falta de un viento fuerte, la música inundaba mis oídos, y el espacio y sus probabilidades inundaban mi corazón.